viernes, 14 de agosto de 2009

La Salada. Calzones de organdí para defender a la prole

Por Cecilia Guerrero Dewey
En el corazón de Lomas de Zamora, cerca de las 2 de la madrugada, la feria de baratijas más grande del país se despierta para miles de compradores. Muy cerca de la Capital Federal, a lo largo de cinco manzanas, vendedores ambulantes, tranzas, ventajeros y pungas montan un espectáculo colorinche con sabor a fritanga.
–La feria es como una daga, si te descuidás te corta; hay que ir con los ojos muy abiertos. La última vez que vine me tajearon el bolso. –Marcela diseña un mapa de La Salada en la factura de su negocio en La Plata: las indicaciones necesarias para que Susana, una cuarentona novata en la compra y venta de ropa femenina, pueda salir airosa de la aventura nocturna. –Un consejo más–le dice entre risas–: cocodrilo que duerme es cartera.
El Tour de Compras Dalia cruza el Puente de la Noria y dobla a la izquierda en dirección a La Rivera. A pocos metros, la autopista se convierte en villa, y el pavimento en un sinfín de pozos y badenes. Las casas que dan a la calle dejaron las luces encendidas y perros gordos haciendo guardia. Una fila de autos, bondis, carros y motos separa por mil metros, a la combi que capitanea Tito de las seis tangas por 10 pesos.
–A las 6: 30 los espero a todos en el estacionamiento aéreo de Punta Mogotes. El que no vuelve se embroma. ¿Ok? Miren que después no quiero quejas. –Los viajantes asienten resignados, saben que perder el viaje implica cruzar “el barrio más áspero de Lomas” caminado, o aventurarse en un colectivo trucho sin destino fijo, amen de los “pungas que se hacen de los bultos para revenderlos más baratos”.
Néstor En Bloque y los gritos de los pibes que dirigen el tráfico, musicalizan el camino hasta la entrada de Urkupiña, la primera de las ferias a la que la municipalidad le dio un guiño de legalidad. Entre los senderos estrechos que forman los puestos de la calle, el olor pantanoso del Riachuelo se funde con el de los choris y el pollo frito. Las luces del alumbrado público se mezclan con las del tendido de focos chillones, dejando una estela de colores similar a la de una bailanta.
Bajo una atmósfera carnavalera, a lo largo de más de cinco manzanas, puesteros de todo el Conurbano venden ropa, lencería, pelucas, celulares, verduras, loros y demás productos a precios increíbles. La iniciativa del negocio la tuvieron años atrás algunas familias bolivianas cansadas del “maltrato de las patronales”. Luego llegó la masividad y las reglas cambiaron radicalmente.
–Vos sabes, acá empezamos unos poquitos y prendió el negocio. Es que la necesidad es mucha y la gente se inventa trabajos. Hoy en día la competencia es desleal: se tiran tierra unos a otros; a los bolivianos y peruanos nos fueron corriendo para afuera. –Wani habla detrás de un relicario de la virgen de Copacabana. Su puesto de indumentaria futbolera fue uno de los más reconocidos, cuando la feria ocupaba menos de una cuadra. Ahora, es uno más entre los cien que venden la última camiseta de River Plate a “8 pesitos”.
La diferencia entre “el adentro” y “el afuera” pasa por obtener un sello de legalidad que dan “las coimas a los inspectores municipales”, y el prestigio de pertenecer a las ferias Ocean, Punta Mogotes o Urkupiña.
–“Te conviene comprar adentro, porque afuera son todos tranzas”, nos cansamos de escuchar cuando pasan los compradores. Pero vos sabes, todos somos la misma vaina. Cambia que ellos están bajo un techo y se pueden dar el gusto de vender unos pesitos más caro. –Wani, el hombre de sombra para los quechuas, pone play con sus manos morenas a un casete de Gisela Santa Cruz. “Esta vida que paso es un tormento. Venga la muerte y que se acabe mi sufrimiento”, canta una voz alborotadora al compás de un taquirari.
A las 3 de la mañana la actividad en La Salada está en su plenitud. Entre toldos rojos y violetas de Punta Mogotes, los clientes ondulan de un puesto a otro buscando mejores precios. “La diferencia es la diferencia, ahí está la ganancia”, explica una experta que tiene los ojos más afilados que los de un águila. El Vía Crucis de los compradores se detiene en cada estación construida con babuchas fucsias y musculosas plateadas. “Cómpreme, 5 pesos al por mayor, es un regalo” o “Mi hermosa, mi mamita, mi princesa: llevate tres y pagame dos”, son los rezos de los vendedores desesperados por negociar.
Al calvario del amontonamiento se le suma el paso continuo de los carreros: hombres entrenados para atravesar la feria en cinco minutos, repletos de mercadería. Este oficio casi milagroso, se paga entre 5 y 15 pesos la vuelta, según el peso de los bultos. “Permiso, permiso que viene el carro”, gritan una y otra vez los musculosos que empujan carros gigantes; los compradores saben que ese alarido es la alarma para resguardar el cuerpo y la cara de los golpes. Por favor, gracias y disculpa, son palabras que no existen en la jerga del carrero. “¿No me vio señora? Si será pelotuda”, refunfuña Marcelo a una mujer rubia que miraba carteras antes de caer de cola al piso.
En la vecina feria Cooperativa 25 de mayo, todo transcurre como un dejavu: hileras de puestos, el tráfico y las ofertas jugosas se repiten en cada pasillo. Adela, Adela y Adela se dedican a la lencería y los fetiches de cama. Cada una, en su desesperación por sobrevivir, propone rebajas y combos regalados, para las clientas que se pelean por los culotes de encaje barato y las medias con sujetadores de puntilla.
–Hace tres años que dejé Munro para venirme con mi familia para acá. Montamos este negocio con mis seis hijos. Algunos andan vendiendo estampitas, otros me ayudan a acomodar las cosas. –Adela es una morocha petiza de labios finos y pelo ensortijado. Detrás de ella, sobre un acolchado estropeado que le regaló un feriante, duerme el pequeño Jonatan de dos años: el único hijo que todavía no aprendió a hablar ni a vender.
–Se vende, se vende, pero no alcanza para vivir. Sólo para sobrevivir de a puchitos, pero así nos criaron y así viviremos. –Las Adelas comparten el sexto pasillo de la 25 de Mayo y las urgencias del cotidiano. Cada tanto, se saludan de lejos con cierto recelo, porque “la feria no es un lugar para andar haciendo amigos, sino dinero”. Desde las montañas de corpiños y calzones de organdí, Adela, Adela y Adela amanecen defendiendo los intereses de su prole.
What a wonderful world
Para las 4:30 de la madrugada la feria sigue a tope, pero los vendedores empiezan a bostezar; las cumbias y el entusiasmo rabioso de los mercaderes se van a pique con los precios. Los usureros aprovechan la oportunidad para llenar sus carros y bolsas de compra, al ritmo de Ricardo Montaner y otros latinos románticos.
En la calle la situación es similar: a las sonrisas amables de los vendedores se las traga el sueño. Los puestos de comida y las cantinas improvisadas son los únicos que continúan con la actividad a troche y moche. Salen los sándwich de vacío y los panchos atestados de aderezos; algunos más audaces prefieren los panes con chicharrón y las achuras fritas. Para todos los gustos y estómagos, comer en La Salada cuesta menos de 5 pesos. Entre los puestos pasan las comitivas que llegan desde Noroeste y el Litoral, en busca de precios bajos. El próximo destino es Once, alguna feria casual y otra vez al bondi que los devuelva a sus casas.
–Le dije: “Mercedes, comprale un marcador al changuito del puesto; vas a necesitarlo para dibujarte la raya de la cola” –Se ríe René, un salteño fortachón que desprende olor a coca. –Me vas a decir que estos changos no pueden abrir a otra hora, están todos locos acá.Los horarios descabellados en los que funciona La Salada –jueves y domingo de noche y madrugada– son el dolor de cabeza de los trabajadores. “Ya estamos resignados”, explica Mario desde su paño cargado de juguetes. “Es tradición o no se qué, pero a todos les da miedo cambiar de horarios. Lo de la ilegalidad es un cuento chino, si ya todo el mundo sabe del negocio. Igual si con estos horarios se llena así, mejor no pensar en otra situación”.
El itinerario es lo único que no se explica en la feria, para el resto todos tienen discursos y consignas implacables. “¿Inseguridad? Si, mi hijita, hay mucha. Los peruanos y los bolivianos son los pungas que roban y se violentan”, revela una cincuentona que parece salida de la revista Caras. “Y porque sí, porque son extranjeros, por qué va a ser”.
Salteando cualquier barrera xenófoba, en La Salada conviven inmigrantes de todo el mundo. “La gente acá muy codito”, comenta Muro Jalil, un africano de 25 años que llegó a la Argentina para poder comer. Pero el sueño de la abundancia se fue desvaneciendo y no le queda otra que patear la feria con su maletín cargado de alhajas doradas. “Chica linda 20, chico feo 35”, ofrece pulseras a las mujeres, con una sonrisa blanca perfecta; los esposos mueven la cabeza de un lado a otro y huyen del físico imponente del negro.
Pero las imitaciones de oro, la variedad de ropa, los precios bajísimos, no son el único atractivo en La Salada. Los taperos montan un negocio encargado de imprimirle emoción y adrenalina a la noche: las tapas de la suerte. El juego es básico, se trata de descubrir bajo que taza está la nuez. Detrás de una mesa de madera, un tipo alto de bigotes invita a las apuestas: “Con cien, señora, tiene la oportunidad de su vida”, “multiplique su dinero”, “si es fácil, mi amor, largame unos pesitos”. Y larga: el tipo pone una nuez debajo de una taza de plástico dada vuela y la pasa con maestría por otras dos. “¿Dónde está la nuez?”, pregunta sobreexcitado a los espectadores que se desesperan por jugar. “¡¿Está acá?, ¿está acá?, ¿está acá?!”, recorre con un dedo esquelético los bordes de las tazas.
–El juego es muy fácil, pero es una trampa. La mayoría de los apostadores son pagados por él, para emocionar a los clientes y después darles dos mangos. Sino, la otra es que mientras uno se cuelga mirando, vienen los pibitos y te roban” –le explica Marcela a la novata Susana que lleva los ojos abiertos como platos y en las manos cinco bolsas de consorcio. –El tipo parece el mismísimo diablo y la tentación es inmensa.
En diagonal a las mujeres, que siguen frente al tapero con las carteras muy pegadas al cuerpo, están los baños públicos bajo una pátina de olor putrefacto y mugre. “En La Salada todo tiene su precio”, explica Mercedes que por 50 centavos ofrece un trozo de papel higiénico a los clientes. La rubia de labios rojos se duerme sentada en la silla.
–Estoy acá desde las 11 de la mañana. La patrona me paga 40 pesos el día, que no es nada, pero algo es algo.–Mercedes trabaja sin descanso, en la parte “ilegal” de la salada, donde las noches y los días no terminan nunca. A las 5:30 de la mañana todavía no volvió a su casa en Olimpo. –De acá me voy zumbando a ver a mis hijos. Juan el más chiquito tiene 5 años, los otros tienen entre 7 y 10. Los dejo a cargo de Emilio de 18; él también me ayuda a mantener el rancho haciendo alguna changa. Lo que pasa es que con el mayor ya no puedo contar, está internado porque se agarró el sida hace algunos años.
Los clientes le arrojan a la rubia unas monedas y pasan con prisa a los baños que no tienen puertas divisorias. Pero las limosnas van derecho a la dueña del local que la contrató, “aunque ella no se fume el olor a pis”.
En la entrada a la Ocean, donde el alumbrado público llega a su fin, algunos puesteros guardan mercadería en camiones y autos destartalados. Los agentes de Protección Argentina SRL, la seguridad privada que pagan los feriantes, son los encargados de que todo marche en orden. Otros aprovechan la oscuridad para dormir tirados en la basura: “los mismos oportunistas de siempre”, se burla un pibe al que le faltan todos los dientes.
Cerca de las 6 de la mañana, en esa misma esquina, la Parrilla Walter y Mari es la única testigo del ronquido de los pobres y los perros sarnosos. Dos mozas son las encargadas de mantener todo en pie. Mostazas Zalque y Feliz Lavaque auspician el puesto que promete “ser el más rico, riquísimo de toda la feria”. La Quilmes rubia se consigue 4 pesos y se sirve en vasos para whisky de un plástico espeso: una paquetería nada desdeñable.
Entre las mesas de madera y el piso de tierra mojada, Nati pasa con sus caderas firmes dejando sonrisas a los clientes. “Hay que ser simpática para que te dejen propina”, se justifica mientras levanta unos centavos que le dejó un canoso. Eso hace todos los miércoles y sábados por la noche para ganar 90 pesos en quince horas de trabajo.
–Es el mejor empleo que pude conseguir. Acá viene todo el mundo a manguear un puesto. Van a rogarles a los de Ocean que les dejen laburar como vendedores. Así va a pasar mientras haiga feria, la gente está desesperada. –La morocha de veintitres años, madre de cuatro pequeños que no pasan los seis, tiene la voz ronca de tabaco. Por más que el “sueldo sea bajo” no se queja, porque a veces Walter y Mari se la llevan, por unos pesos más, a trabajar al Mercado Central, donde también venden choripán. –Yo acá limpio, grito, atiendo, hago de todo. Mientras, mi marido anda haciendo changas, pero nunca alcanza para nada.
–Las cosas están difíciles en La Salada. Te colgás y te roban. Supongo que en todos lados la vida es así: llena de tranzas, inseguridad, drogas y mucha pobreza. No puedo imaginarme otro mundo. –Mientras hace malabares con una pila de cartones de huevos, en la radio suena Louis Armstrong con “What a wonderful world”. Unos metros a la izquierda, a la salida de la feria, la comunidad boliviana pintó un mural con la Virgen de la Caridad. “Milagrosa virgencita, danos una oportunidad”, reza el graffiti que batalla contra los agoreros. La claridad de la madrugada da de lleno en la pared y la corona de la virgen brilla como un vidrio al sol, como un milagro.Cerca de las 7 de la mañana, cuando a la mayoría de los puesteros los venció el sueño, Tito espera indignado a las clientas desobedientes.
–Decir que soy de la Iglesia Universal y sé perdonar, porque sino las dejo a pata a esas atrevidas. Acá todo el mundo hace promesas, viste, todos somos buenos pero el poncho no aparece.
Por la subida tortuosa del estacionamiento aéreo de Punta Mogotes, Marcela y Susana vienen a las corridas. “Perdonanos, Tito, no se va a volver a repetir”, dice la guía mostrando una sonrisa compradora.
–Todo bien, todo bien. ¿Y a vos como te fue?– El chofer le clava los ojos a Susana que saca de las bolsas la ropa que consiguió a súper ofertas. –¿Te gastaste un violeta? ¡Pero qué noche!

1 comentario:

Anónimo dijo...

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