viernes, 11 de septiembre de 2009

Petíbora y la tormenta de sueños

Había una vez una víbora chica. Las víboras no son de los animales más tiernos del mundo, pero Petibora, la víbora, era realmente encantadora. Tenía el cuerpo tan delgado que parecía que cualquier hormiga podía quebrarla. Era roja brillante y unas manchas negras pequeñas le cubrían el lomo escamoso. Petibora era un animal alegre, andaba moviendo la cola de un lado a otro. A veces le daban ataques de risa tan fuertes y descontrolados que terminaba mordiéndose la lengua. Era coqueta: jamás salía de su cueva sin lavarse la cara ni ponerse el sombrero de paja y flores que su abuelo Etiboro, el víboro, le había regalado en un cumpleaños.
Todos los animales de la selva la respetaban: la pequeña Petíbora se había ganado el corazón de cada uno, incluso el de los temerosos ratones que pasaban muy deprisa a su lado y le hacían un mimo con la cola. A la víbora le encantaba salir de paseo en las tardes de sol, amaba el verano casi tanto como comer helado de chocolate. Si no lo amaba más, era por las tormentas eléctricas propias de la estación que la llenaban de miedo. Cada vez que escuchaba un trueno disparaba con urgencia hacia su cueva. Los rayos también le ponían la piel de gallina y enseguida se deslizaba en busca de su familia.
-¡Petibora, no seas tontuela! -le decía su madre Ermenegibora, la víbora- es una simple tormenta, no puede hacerte ningún daño.
Pero Petíbora no entraba en razón: cada vez que había tormenta, se quedaba hecha un ovillo en su cueva, hasta que se alejaban las nubes grises. Después, volvía a ponerse el sobrero, y junto a sus amigos ratones y ardillas partían en busca del tesoro del arcoíris que dejaba la lluvia.
Un día, su buen amigo Simón, el ratón, le pidió a Petíbora si podía acompañarlo al cumpleaños de su prima Pirata, la rata, que vivía a unos cuantos kilómetros de allí. El viaje era realmente largo, pero hacer feliz a Pirata valía la pena. Al otro día, muy de madrugada, aún con la luna en lo alto, Petíbora y Simón emprendieron aventura. Llevaban una mochila con algunas cosas ricas que Ermenegíbora les había preparado para el camino y un paquete enorme que envolvía la cartera que habían tejido, con mucho esfuerzo, para Pirata.
-¡ A la víbora, víbora del amor, por aquí yo pasare, a esta rata besaré esa rata cual será, la de adelante corre mucho, la de atrás se quedará! – cantaban los amigos a dúo. Y todos los animales de la selva coreaban la canción como buenos sopranos. De pronto, un estruendo retumbó entre los árboles y un rayo inmenso y brillante como las estrellas partió el cielo en dos.
-¡Una tormenta, una tormenta!- gritaba Petíbora desesperada. La pobre víbora quería correr y se enredaba con su propia cola. Simón, un poco más calmo, intentaba guiarla hacia algún refugio, pero ¡ni un solo pozo, ni una sola madriguera había en el camino!. Las hormigas, como un ejército, habían ocupado cada hueco en el piso y no dejaban espacio para nadie. En medio de la prisa y la desesperación, Simón encontró un escondite excelente: unas rocas bien firmes formaban cueva calentita.
Recién cuando estuvieron protegidos, Petíbora lloró desconsoladamente; sus lágrimas mojaban más que la lluvia que comenzaba a caer. Simón no podía calmarla ni contenerla de ningún modo, hasta que recordó un consejo que le había dado su abuelo: “ Simón, cada vez que estes triste o desesperado, cada vez que se apaguen las estrellas y no encuentres una sola luz, cada vez que necesites un fuerte abrazo y no haya nadie cerca para mimarte; cerrá muy fuerte los ojos y pensá en todos los momentos lindos que viviste: en los bigotes suaves de tu mamá, en las patitas ágiles de tus hermanos jugueteando y en las tarde paseando por los charcos”. Entonces, Simón le contó a Petíbora de esas sabias palabras.
Los dos juntitos cerraron los ojos: aparecieron montañas cargadas de caramelos y todos sus amigos sonrientes. Aparecieron también las abuelas víboras tejiendo chalecos para Petíbora en el invierno; la voz dulce de Ermenegíbora cantando canciones de cuna; recordaron los asados en carnaval donde todos usaban sombreros y collares de guirnaldas. Entonces la lluvia dejó de caer y los truenos se fueron lejos. Cuando abrieron los ojos, ya no quedaba un solo rastro de la tormenta. Petíbora rió a carcajadas y se mordió la lengua. Se abrazaron muy fuerte y salieron de la cueva dando saltos.
Dos horas después, Petíbora, la víbora, y Simón, el ratón, llegaron a destino. Pirata los esperaba con una hermosa mesa de te, llena de cosas ricas y tortas de colores. Los tres se divirtieron a lo loco toda la tarde. Cuando se hizo la hora de volver, se saludaron con abrazos y besos ruidosos. El camino de regreso era largo, pero no había nada a que temer. Moviendo la cola, Petíbora y Simón se alejaron por el sendero de las yungas.

Mostrar los dientes


En verdad no recuerdo bien de donde apareció, pero eso ahora no viene al caso. Era un felino, de color sueño, mutaba en cada movimiento de su cuerpo suave. Supongamos que era un tigre, un león, tampoco sé, pero teníamos casi la misma altura. Estábamos frente al mar, rodeados de gente querida que llevaba guirnaldas violetas en los cuellos y los hombros descubiertos a causa del calor. La noche había olvidado el viento y la brisa leve de las olas hacia cintilar las estrellas y la luna.
Lo tome de las patas suaves, aterciopeladas; traía las uñas prolijamente cortadas. Quedó parado sobre sus piernas traseras como un dibujo animado, una irrealidad. Me miro asustado con sus ojos profundos y vidriosos. Tembló un poco. No hizo falta la música, empezamos a bailar en el silencio: unos pasos a la derecha, uno atrás, dos a la izquierda. Su cuerpo elástico se fue soltando de a poco y pronto estuvimos girando como dos bailarines, o dos flores: hicimos una ronda interminable. Y el con su cara seria y nerviosa. Entonces yo sonreí y él abrió su boca de para en par, levanto sus labios hasta hacerlos desaparecer y sus dientes finos filosos, tan blancos, inmaculados aparecieron como la felicidad.
Todos estaban asombrados, atónitos, un poco nerviosos. Pero Olivia, en su milagro de creer dijo: “Papá cuando se ríe tanto también muestra los dientes”.
Las sonrisas y las danzas se fueron repitiendo toda la noche, como una continuidad de días tibios. A mi por momentos me parecía que él era una oveja o un cordero. Y él solo sabia que había aprendido a ser feliz

viernes, 14 de agosto de 2009

La Salada. Calzones de organdí para defender a la prole

Por Cecilia Guerrero Dewey
En el corazón de Lomas de Zamora, cerca de las 2 de la madrugada, la feria de baratijas más grande del país se despierta para miles de compradores. Muy cerca de la Capital Federal, a lo largo de cinco manzanas, vendedores ambulantes, tranzas, ventajeros y pungas montan un espectáculo colorinche con sabor a fritanga.
–La feria es como una daga, si te descuidás te corta; hay que ir con los ojos muy abiertos. La última vez que vine me tajearon el bolso. –Marcela diseña un mapa de La Salada en la factura de su negocio en La Plata: las indicaciones necesarias para que Susana, una cuarentona novata en la compra y venta de ropa femenina, pueda salir airosa de la aventura nocturna. –Un consejo más–le dice entre risas–: cocodrilo que duerme es cartera.
El Tour de Compras Dalia cruza el Puente de la Noria y dobla a la izquierda en dirección a La Rivera. A pocos metros, la autopista se convierte en villa, y el pavimento en un sinfín de pozos y badenes. Las casas que dan a la calle dejaron las luces encendidas y perros gordos haciendo guardia. Una fila de autos, bondis, carros y motos separa por mil metros, a la combi que capitanea Tito de las seis tangas por 10 pesos.
–A las 6: 30 los espero a todos en el estacionamiento aéreo de Punta Mogotes. El que no vuelve se embroma. ¿Ok? Miren que después no quiero quejas. –Los viajantes asienten resignados, saben que perder el viaje implica cruzar “el barrio más áspero de Lomas” caminado, o aventurarse en un colectivo trucho sin destino fijo, amen de los “pungas que se hacen de los bultos para revenderlos más baratos”.
Néstor En Bloque y los gritos de los pibes que dirigen el tráfico, musicalizan el camino hasta la entrada de Urkupiña, la primera de las ferias a la que la municipalidad le dio un guiño de legalidad. Entre los senderos estrechos que forman los puestos de la calle, el olor pantanoso del Riachuelo se funde con el de los choris y el pollo frito. Las luces del alumbrado público se mezclan con las del tendido de focos chillones, dejando una estela de colores similar a la de una bailanta.
Bajo una atmósfera carnavalera, a lo largo de más de cinco manzanas, puesteros de todo el Conurbano venden ropa, lencería, pelucas, celulares, verduras, loros y demás productos a precios increíbles. La iniciativa del negocio la tuvieron años atrás algunas familias bolivianas cansadas del “maltrato de las patronales”. Luego llegó la masividad y las reglas cambiaron radicalmente.
–Vos sabes, acá empezamos unos poquitos y prendió el negocio. Es que la necesidad es mucha y la gente se inventa trabajos. Hoy en día la competencia es desleal: se tiran tierra unos a otros; a los bolivianos y peruanos nos fueron corriendo para afuera. –Wani habla detrás de un relicario de la virgen de Copacabana. Su puesto de indumentaria futbolera fue uno de los más reconocidos, cuando la feria ocupaba menos de una cuadra. Ahora, es uno más entre los cien que venden la última camiseta de River Plate a “8 pesitos”.
La diferencia entre “el adentro” y “el afuera” pasa por obtener un sello de legalidad que dan “las coimas a los inspectores municipales”, y el prestigio de pertenecer a las ferias Ocean, Punta Mogotes o Urkupiña.
–“Te conviene comprar adentro, porque afuera son todos tranzas”, nos cansamos de escuchar cuando pasan los compradores. Pero vos sabes, todos somos la misma vaina. Cambia que ellos están bajo un techo y se pueden dar el gusto de vender unos pesitos más caro. –Wani, el hombre de sombra para los quechuas, pone play con sus manos morenas a un casete de Gisela Santa Cruz. “Esta vida que paso es un tormento. Venga la muerte y que se acabe mi sufrimiento”, canta una voz alborotadora al compás de un taquirari.
A las 3 de la mañana la actividad en La Salada está en su plenitud. Entre toldos rojos y violetas de Punta Mogotes, los clientes ondulan de un puesto a otro buscando mejores precios. “La diferencia es la diferencia, ahí está la ganancia”, explica una experta que tiene los ojos más afilados que los de un águila. El Vía Crucis de los compradores se detiene en cada estación construida con babuchas fucsias y musculosas plateadas. “Cómpreme, 5 pesos al por mayor, es un regalo” o “Mi hermosa, mi mamita, mi princesa: llevate tres y pagame dos”, son los rezos de los vendedores desesperados por negociar.
Al calvario del amontonamiento se le suma el paso continuo de los carreros: hombres entrenados para atravesar la feria en cinco minutos, repletos de mercadería. Este oficio casi milagroso, se paga entre 5 y 15 pesos la vuelta, según el peso de los bultos. “Permiso, permiso que viene el carro”, gritan una y otra vez los musculosos que empujan carros gigantes; los compradores saben que ese alarido es la alarma para resguardar el cuerpo y la cara de los golpes. Por favor, gracias y disculpa, son palabras que no existen en la jerga del carrero. “¿No me vio señora? Si será pelotuda”, refunfuña Marcelo a una mujer rubia que miraba carteras antes de caer de cola al piso.
En la vecina feria Cooperativa 25 de mayo, todo transcurre como un dejavu: hileras de puestos, el tráfico y las ofertas jugosas se repiten en cada pasillo. Adela, Adela y Adela se dedican a la lencería y los fetiches de cama. Cada una, en su desesperación por sobrevivir, propone rebajas y combos regalados, para las clientas que se pelean por los culotes de encaje barato y las medias con sujetadores de puntilla.
–Hace tres años que dejé Munro para venirme con mi familia para acá. Montamos este negocio con mis seis hijos. Algunos andan vendiendo estampitas, otros me ayudan a acomodar las cosas. –Adela es una morocha petiza de labios finos y pelo ensortijado. Detrás de ella, sobre un acolchado estropeado que le regaló un feriante, duerme el pequeño Jonatan de dos años: el único hijo que todavía no aprendió a hablar ni a vender.
–Se vende, se vende, pero no alcanza para vivir. Sólo para sobrevivir de a puchitos, pero así nos criaron y así viviremos. –Las Adelas comparten el sexto pasillo de la 25 de Mayo y las urgencias del cotidiano. Cada tanto, se saludan de lejos con cierto recelo, porque “la feria no es un lugar para andar haciendo amigos, sino dinero”. Desde las montañas de corpiños y calzones de organdí, Adela, Adela y Adela amanecen defendiendo los intereses de su prole.
What a wonderful world
Para las 4:30 de la madrugada la feria sigue a tope, pero los vendedores empiezan a bostezar; las cumbias y el entusiasmo rabioso de los mercaderes se van a pique con los precios. Los usureros aprovechan la oportunidad para llenar sus carros y bolsas de compra, al ritmo de Ricardo Montaner y otros latinos románticos.
En la calle la situación es similar: a las sonrisas amables de los vendedores se las traga el sueño. Los puestos de comida y las cantinas improvisadas son los únicos que continúan con la actividad a troche y moche. Salen los sándwich de vacío y los panchos atestados de aderezos; algunos más audaces prefieren los panes con chicharrón y las achuras fritas. Para todos los gustos y estómagos, comer en La Salada cuesta menos de 5 pesos. Entre los puestos pasan las comitivas que llegan desde Noroeste y el Litoral, en busca de precios bajos. El próximo destino es Once, alguna feria casual y otra vez al bondi que los devuelva a sus casas.
–Le dije: “Mercedes, comprale un marcador al changuito del puesto; vas a necesitarlo para dibujarte la raya de la cola” –Se ríe René, un salteño fortachón que desprende olor a coca. –Me vas a decir que estos changos no pueden abrir a otra hora, están todos locos acá.Los horarios descabellados en los que funciona La Salada –jueves y domingo de noche y madrugada– son el dolor de cabeza de los trabajadores. “Ya estamos resignados”, explica Mario desde su paño cargado de juguetes. “Es tradición o no se qué, pero a todos les da miedo cambiar de horarios. Lo de la ilegalidad es un cuento chino, si ya todo el mundo sabe del negocio. Igual si con estos horarios se llena así, mejor no pensar en otra situación”.
El itinerario es lo único que no se explica en la feria, para el resto todos tienen discursos y consignas implacables. “¿Inseguridad? Si, mi hijita, hay mucha. Los peruanos y los bolivianos son los pungas que roban y se violentan”, revela una cincuentona que parece salida de la revista Caras. “Y porque sí, porque son extranjeros, por qué va a ser”.
Salteando cualquier barrera xenófoba, en La Salada conviven inmigrantes de todo el mundo. “La gente acá muy codito”, comenta Muro Jalil, un africano de 25 años que llegó a la Argentina para poder comer. Pero el sueño de la abundancia se fue desvaneciendo y no le queda otra que patear la feria con su maletín cargado de alhajas doradas. “Chica linda 20, chico feo 35”, ofrece pulseras a las mujeres, con una sonrisa blanca perfecta; los esposos mueven la cabeza de un lado a otro y huyen del físico imponente del negro.
Pero las imitaciones de oro, la variedad de ropa, los precios bajísimos, no son el único atractivo en La Salada. Los taperos montan un negocio encargado de imprimirle emoción y adrenalina a la noche: las tapas de la suerte. El juego es básico, se trata de descubrir bajo que taza está la nuez. Detrás de una mesa de madera, un tipo alto de bigotes invita a las apuestas: “Con cien, señora, tiene la oportunidad de su vida”, “multiplique su dinero”, “si es fácil, mi amor, largame unos pesitos”. Y larga: el tipo pone una nuez debajo de una taza de plástico dada vuela y la pasa con maestría por otras dos. “¿Dónde está la nuez?”, pregunta sobreexcitado a los espectadores que se desesperan por jugar. “¡¿Está acá?, ¿está acá?, ¿está acá?!”, recorre con un dedo esquelético los bordes de las tazas.
–El juego es muy fácil, pero es una trampa. La mayoría de los apostadores son pagados por él, para emocionar a los clientes y después darles dos mangos. Sino, la otra es que mientras uno se cuelga mirando, vienen los pibitos y te roban” –le explica Marcela a la novata Susana que lleva los ojos abiertos como platos y en las manos cinco bolsas de consorcio. –El tipo parece el mismísimo diablo y la tentación es inmensa.
En diagonal a las mujeres, que siguen frente al tapero con las carteras muy pegadas al cuerpo, están los baños públicos bajo una pátina de olor putrefacto y mugre. “En La Salada todo tiene su precio”, explica Mercedes que por 50 centavos ofrece un trozo de papel higiénico a los clientes. La rubia de labios rojos se duerme sentada en la silla.
–Estoy acá desde las 11 de la mañana. La patrona me paga 40 pesos el día, que no es nada, pero algo es algo.–Mercedes trabaja sin descanso, en la parte “ilegal” de la salada, donde las noches y los días no terminan nunca. A las 5:30 de la mañana todavía no volvió a su casa en Olimpo. –De acá me voy zumbando a ver a mis hijos. Juan el más chiquito tiene 5 años, los otros tienen entre 7 y 10. Los dejo a cargo de Emilio de 18; él también me ayuda a mantener el rancho haciendo alguna changa. Lo que pasa es que con el mayor ya no puedo contar, está internado porque se agarró el sida hace algunos años.
Los clientes le arrojan a la rubia unas monedas y pasan con prisa a los baños que no tienen puertas divisorias. Pero las limosnas van derecho a la dueña del local que la contrató, “aunque ella no se fume el olor a pis”.
En la entrada a la Ocean, donde el alumbrado público llega a su fin, algunos puesteros guardan mercadería en camiones y autos destartalados. Los agentes de Protección Argentina SRL, la seguridad privada que pagan los feriantes, son los encargados de que todo marche en orden. Otros aprovechan la oscuridad para dormir tirados en la basura: “los mismos oportunistas de siempre”, se burla un pibe al que le faltan todos los dientes.
Cerca de las 6 de la mañana, en esa misma esquina, la Parrilla Walter y Mari es la única testigo del ronquido de los pobres y los perros sarnosos. Dos mozas son las encargadas de mantener todo en pie. Mostazas Zalque y Feliz Lavaque auspician el puesto que promete “ser el más rico, riquísimo de toda la feria”. La Quilmes rubia se consigue 4 pesos y se sirve en vasos para whisky de un plástico espeso: una paquetería nada desdeñable.
Entre las mesas de madera y el piso de tierra mojada, Nati pasa con sus caderas firmes dejando sonrisas a los clientes. “Hay que ser simpática para que te dejen propina”, se justifica mientras levanta unos centavos que le dejó un canoso. Eso hace todos los miércoles y sábados por la noche para ganar 90 pesos en quince horas de trabajo.
–Es el mejor empleo que pude conseguir. Acá viene todo el mundo a manguear un puesto. Van a rogarles a los de Ocean que les dejen laburar como vendedores. Así va a pasar mientras haiga feria, la gente está desesperada. –La morocha de veintitres años, madre de cuatro pequeños que no pasan los seis, tiene la voz ronca de tabaco. Por más que el “sueldo sea bajo” no se queja, porque a veces Walter y Mari se la llevan, por unos pesos más, a trabajar al Mercado Central, donde también venden choripán. –Yo acá limpio, grito, atiendo, hago de todo. Mientras, mi marido anda haciendo changas, pero nunca alcanza para nada.
–Las cosas están difíciles en La Salada. Te colgás y te roban. Supongo que en todos lados la vida es así: llena de tranzas, inseguridad, drogas y mucha pobreza. No puedo imaginarme otro mundo. –Mientras hace malabares con una pila de cartones de huevos, en la radio suena Louis Armstrong con “What a wonderful world”. Unos metros a la izquierda, a la salida de la feria, la comunidad boliviana pintó un mural con la Virgen de la Caridad. “Milagrosa virgencita, danos una oportunidad”, reza el graffiti que batalla contra los agoreros. La claridad de la madrugada da de lleno en la pared y la corona de la virgen brilla como un vidrio al sol, como un milagro.Cerca de las 7 de la mañana, cuando a la mayoría de los puesteros los venció el sueño, Tito espera indignado a las clientas desobedientes.
–Decir que soy de la Iglesia Universal y sé perdonar, porque sino las dejo a pata a esas atrevidas. Acá todo el mundo hace promesas, viste, todos somos buenos pero el poncho no aparece.
Por la subida tortuosa del estacionamiento aéreo de Punta Mogotes, Marcela y Susana vienen a las corridas. “Perdonanos, Tito, no se va a volver a repetir”, dice la guía mostrando una sonrisa compradora.
–Todo bien, todo bien. ¿Y a vos como te fue?– El chofer le clava los ojos a Susana que saca de las bolsas la ropa que consiguió a súper ofertas. –¿Te gastaste un violeta? ¡Pero qué noche!

miércoles, 12 de agosto de 2009

Late la fábrica sin patrones


A pocos minutos de terminar el 12 de agosto de 2009, los obreros de FASINPAT lograron que la legislatura neuquina votara la expropiación de Zanón. Los detalles, la importancia política, social y económica la explicaran los grandes medios y posiblemente mucho mejor los mismos obreros en su página.
Ahorita, después de haber escuchado la transmisión por más de 5 horas y de haber acompañado de alguna forma u otra el proceso maravilloso de los obreros por 8 años, sólo me dan ganas de hablar del amor, del amor como una verdad absoluta.
La lucha de Zanón es amor, expresado en un libro editado en cerámicos, en la sonrisa de esos tipos cuando vuelven a sus casas con los bolsillos llenos, en los días de caminar por las calles de Neuquén demostrando que se puede construir una sociedad distinta, en los presos donando su comida cuando los obreros estaban en huelga, en la cara de Carlos Fuentealba que hoy levantan como un nuevo estandarte. Mil y una imágenes que se cruzan y mezclan como un tejido infinito de verdad.
Me gustaría estar en Neuquén para abrazarlos fuerte y saltar con ellos, para cantar una canción feliz porque hoy lograron un hecho histórico para sus vidas y las de toda la clase trabajadora y la de aquellos que apuestan a la dignidad. Zanón respira y late gracias a mas de mas de 400 tipos que cada día despertaron y despiertan pensando en el amor.
"Lo demás va quedando en las horas
en las infinitas melancolías.
Todo va transformándose a cada instante
como un fuego chispeante, arde la vida."

Éramos tan grunge


Por Cecilia Guerrero Dewey


A pocos meses de regresar a los escenarios,Stone Temple Pilots, la última banda de rock sucio de los ’90 desembarcó en Buenos Aires. Nostalgia, jeans rotosos y aires cowboys en una cita planificada por más de quince años.


–Es hora de dar un paseo, no hay más lugar a charlas. –Germán imposta la voz como un chico malo para citar Big Empty; posiblemente en la previa de sus arrestos, Scott Weiland también haya tomado una pepa para dar una vuelta y romper con el vacío. El pibe baja las gafas negras de la cabeza a los ojos vidriosos y agarra el volante. Los tres que van con él parecen salidos de una foto de los ’90, pero con pelos cortos; los jeans caídos un poco rotos y las remeras baqueteadas de Peral Jam y Porno for Pyros. Se apuran en abrir las ventanillas del Fiat Uno negro; a las 6 de la tarde, el calor en La Plata quema el tapizado.Como fieles devotos a Stone Temple Pilots, los viajeros permanecen en silencio mientras el auto recorre la autopista a Buenos Aires. El cielo está celeste, un poco violeta cerca del sol o del dragón de fuego, como prefieren verlo los chicos. El olor dulzón del porro que prendió el copiloto se mezcla con el resabio a polilla muerta y naftalina de las remeras grunge. Después de una ardua discusión antes de la partida, decidieron que el disco fuera Purple y ahora Lounge Fly estalla en el stereo. En su adolescencia, los cuatro soñaron con subir a un carro viejo y recorrer las rutas desérticas de California con ese tema al palo, pero ninguno tenía permiso para conducir ni drogarse con algo que volviera más ameno el páramo de Viedma.

"No puedo dejar este camino, por favor recarga mi alma”, la voz de Weiland queda resonando bajo los últimos acordes de la guitarra de Dean DeLeo; la distorsión zumba como un panal lleno de abejas en los oídos de los bandidos. Germán grita como un lobo hambriento; Federico, José y Cecilia también lo hacen. Y después, en un gesto de hermandad y desesperación, golpean sus espaldas y besan sus frentes. Entre Quilmes y Dock Sud, Interstate Love Song se desliza por los parlantes. El punteo lisérgico más angustioso de los ’90 les pega a los pibes como una ráfaga: cierran los ojos, se acurrucan en las butacas, entonces la canción estalla y cantan como un coro de tenores afónicos. Nadie se anima a decir que en algún momento lloró un fracaso amoroso con ese tema, pero sólo porque en este viaje no hay lugar para palabras.



Éramos tan grunge



A las 8 de la noche, el bar de Libertador al 7400 está atestado de treintañeros con perfumes importados. Es una noche tibia, ideal para una cerveza en la vereda: así la encontró el trío que se ríe a carcajadas desde la mesa más cercana al paso de los transeúntes.

–Éramos tan grunge. –Sebastián le da un trago a la cerveza y prende un cigarrillo; años atrás no hubiese dudado en encender un porro para compartir: la impunidad que da pertenecer a un movimiento.

–El otro día estaba mirando una foto: ¡El Diego, loco! Con el pelo hasta la cintura y los pantalones hechos mierda; impresentable.

–Si, boludo. Un día fue a la facultad y las chicas le empezaron a gritar: “¡Sombras, Sombras!”. Se quiso matar: llegó a casa y se rapó –explica Silvina y hace una pausa porque se ahogarse con un maní –. Mmmm, pero todos éramos ehh...todos, un desastre: esas camisas colorinches y los aros en la oreja.

–¡Chabona, sí!, yo me acuerdo, tenía una hawaiana hecha mierda que no me la sacaba ni para dormir. ¿Se acuerdan? Esas épocas de las fiestas en los balcones, todo el tiempo fumando faso y escuchando Janes Adiction. –Magoo lleva un jean azul oscuro y una remera cara: se asemeja más a un galán que a un chico desprolijo. Tiene los ojos de un gato, un poco inyectados en sangre: “la resaca de años de descontrol”, se justifica. Aunque los tres parecen algo mejorados a las descripciones; al menos tienen peinados prolijos y el dinero suficiente para comprar una buena cerveza.

Para los amigos todo empezó en Cutral Có, cuando alguien llegó con Ten, el primer disco de Pearl Jam. Y aunque en ese momento Ramones ocupaba el fanatismo de los pibes, el punk no era tan armónico para estremecer. Discos, cervezas en la esquina, recortes de diarios, pero las bandas no llegaban a Argentina; aunque lo hiciesen, ellos estaban en el sur. Hasta que fueron lo suficientemente adultos como para estudiar lejos de casa. En Buenos Aires, vivían muy cerca, sí, para cuidarse unos a otros: una tribu desgreñada con dejos de ternura.

–El primer recital de Ramones fue increíble. Cuando salimos Diego se largó a llorar; se había venido desde Comodoro: qué querido. –Silvina agarra el celular y les muestra las fotos de las hijas pequeñas de su hermano.

– Después empezaron a venir siempre: ya era como ir a ver a Las Pelotas.

Pero los otros, los de las voces armónicas, los que hablaban de amor y de injusticias sociales, los sucios rebeldes del sistema, nunca llegaban. Y Kurt Cobain, líder de Nirvana, fue el primero en partir. Cuatro años después, en 1997, Soundgarden se hizo trizas y bajó de los escenarios. Después de la publicación de NoCode, la crítica empezó a separar a Pearl Jam del grunge. Los sonidos sucios se movían en el filo del precipicio, cuando el cantante de Alice in Chains, Layne Staley, se pasó de dosis.

–Me acuerdo que nos acabábamos de subir al colectivo. Mi esposo me mira y me dice: “Tengo algo horrible que decirte, pero no quiero arruinar el viaje”. Le clavo los ojos como amenazándolo. “Staley murió ayer”, me dijo y lloramos abrazados. –Silvina levanta el porrón helado y brinda en memoria del músico. Con solemnidad exagerada, los amigos chocan sus copas.

Mas las malas noticias no terminaban: en el 2003, después de un episodio que volvía a involucrar a Scott Weiland con las drogas, Stone Temple Pilots dijo adiós. Aunque Pearl Jam seguían en el ruedo, el movimiento de Seattle había sucumbido y con él los cortes desalineados, la ropa rotosa y la ginebra.

–Paso por un kiosco y me compro la Rolling Stones. Y ahí me entero que los Pilots volvían. Me puse re contento, loco, y me masacré todo el día con Core. –Sebastián deja de hablar y mira el reloj. A las 8:30, una procesión heterogénea camina sonriente en dirección al Club Ciudad de Buenos Aires. Entre los tumultos que se forman de tanto en tanto se cuelan los abrazos y los golpes en la espalda. Las calles aledañas mantienen el tránsito normal; algunos autos entorpecen el paso de las hordas grunge que vienen marchando desde los ’90. Los amigos pagan la cuenta y se unen a los feligreses: en una hora más, Stone Temple Pilots estará sobre el escenario.

El Fíat negro clava los frenos frente a un McDonals. Los pibes un poco menos ácidos prenden otro porro. Germán con voz afónica mientras retiene el humo en sus pulmones dice:

–Te juro por Dios que no me esperaba que vinieran a Argentina. Pero un día, estaba escuchando la radio y pusieron una seguidilla de temas. –Para estacionar, le pasa el faso al copiloto. –Empecé a ponerme nervioso y después escuche el anuncio: me puse a llorar, loco, me puse a llorar.

El primero de Agosto, la grilla del Pepsi Music confirmaba que Stone Temple Pilots sería la estrella de una noche. En la primera semana se vendieron más de 10 mil entradas. Blogs, nicks, mails y cualquier espacio gratuito de expresión rezaba: “Por fin nos encontraremos querido amigo Scott” o “Después de tanta espera todos seremos cretinos”. Pero a los pocos días, la banda yanqui canceló su gira por Brasil y Chile: el sueño de todos los fans comenzaba a tambalear; la venta de entradas se suspendió y los rumores de cancelación del espectáculo le quitaron el sueño a muchos.

–Casi me muero, hija de puta, me arruinaste el día con la noticia. No pude ni comer. –Germán, un poco más verborrágico, le pone alarma al auto. Los cuatro caminan hacia el vallado metálico con mediasombras que cubre la entrada al Club.

“Con la entrada en la mano, chicos, por favor”, grita un gordo de negro con una credencial de seguridad que le cuelga del cuello. Una marea de repartidores de volantes estiran los brazos invitando a fiestas, recitales, o viajes al caribe; pero a los pibes no les importa nada más que pasar la última reja. Pueden con el primer control, con el segundo y en el tercero les cortan las entradas. “Disfruten el show”, dice él ultimo de los guardias.

–Hola, nosotros somos los Massacre, loco, la banda sorpresa. –Wallace lleva unas calzas de leopardos apretadas y panza al aire. –Son veinte mil, chabón. Un buen número para un recital. Las luces del escenario estallan junto a una guitarra, un bajo, un teclado y una batería. “Es la octava maravilla”, canta la voz chillona de Wallace. Muy cerca, un pogo prolijo empieza a sacudirse. El resto del público se limita a mirar, están esperando que alguien les toque Down.

Stone Temple Pilots no pudo cancelar Argentina, tenía una deuda de años.



La cita



Un celular informa que Chile anotó un gol contra Argentina: “¿qué importa? traigan a los colombianos para que nos metan cinco nuevamente, no importa, está por empezar Stone Temple Pilots”, dice David que acaba de entrar al predio con una sonrisa tan estúpida que el mismo no termina de entender.

Y empiezan a volar los silbidos, las botellas y los gritos. La gente se amontona, se apretuja, se empuja. Otros se agarran de las manos y se abrazan. Avanzan contra la valla que los separa por pocos metros del escenario. Detrás de una cortina de humo, aparecen los músicos de a uno. Dean DeLeo arremete con un acorde que todos conocen perfectamente. El coreo empieza: ohh, ohhh, ohhh con una afinación sospechosa. Scott Weiland asoma envuelto en un traje gris con chaleco, camisa manga corta y corbata. Bajo un griterío de devoción y alegría, suelta las primeras frases de Big Empty: todos se callan, a nadie se le escapa una palabra. Después llega el turno de Wicked Garden, Big Bang Baby y Vasoline, con pequeños intervalos de agradecimientos, mitad en castellano, mitad en ingles, por parte de la banda. Y el rock explota en la sangre del público que intenta poguear, pero el espacio no alcanza ni para saltar: todos se mueven como una gran marea humana traspirada. Mientras, Weiland corretea por el escenario entre luces y flashes con un megáfono en la boca.

Los temas aparecen unos tras otros como un flash back, mientras, las caras de los seguidores rejuvenecen, se desfiguran y transforman. Cada cual muta en su pasado, en lo que vivió escuchando a ese puñado de músicos drogadictos y vanidosos que aún se mantienen en piel. Los sonidos sucios se funden en canciones explosivas y los pibes y pibas, algo crecidos, quiere treparse por los cuerpos del que tienen al lado. Entonces aparecen las zapadas y la voz hipnótica de Weiland les canta una canción de cuna, un poco violenta, un poco desgarradora, y los devuelve a su lugar.

Bajo una nube de humo y gritos, los músicos detienen la marcha; Scott envuelto en sudor anuncia que Creep y Plush son las canciones que siguen. La noticia ahorca las gargantas y los estómagos de la gente que se estremece nostálgica y sorprendida. Empieza a sonar Cretino, como una confesión, un secreto, en los oídos de todos. Mientras Weiland se sienta en un escalón a decir que es una rata, el público corea cada palabra con un ingles fonéticamente vergonzoso. Los Pilots escuchan y se quedan boquiabiertos hasta que el tema acaba. Se toman dos minutos, ni uno más, para registrar las caras desencajadas de quienes los esperaron durante quince años. Vuelven a empezar y con ellos la voz de Cecilia que quiere cantar más alto que las de Federico y José. Pero todos entonan muy fuerte; Weiland les extiende el micrófono desde el extremo frontal del escenario. Camina de un lado a otro con su cabeza rubia engominada escuchando el canto de sus fieles.

“Thank you”, les expresa Scott a todos; La misma frase eligieron para titular su disco de despedida cinco años atrás, pero esta vez no se van a ningún lado. “Una canción de amor: Interstate Love Song”, anuncia el ex convicto. “Esa es mi canción”, les dice Germán a los chicos, pero la frase se repite una y 20 mil veces, cien metros para atrás. “Esperando en una tarde de domingo por lo que leo entre tus líneas, tus mentiras”, empieza Weiland un bloque de canciones que todos acompañan, y desaparece detrás de la escenografía.

Las pantallas gigantes detrás del escenario quedan en blanco unos minutos, hasta que Dean DeLeo, Robert DeLeo y Eric Kretz vuelven al combate. Entonces, como salido de una película de vaqueros dirigida por Leonardo Fabio, aparece Scott Weiland con un poncho pampeano, un sombrero cowboy y una palestina al cuello. Se acerca el fin, todos lo presienten: la lucha encarnizada y fraternal por llegar más cerca de la leyenda grunge se potencia. Trippin’ on a hole in a paper heart es el último regalo de la banda que, en medio de un diluvio de aplausos y ovaciones, se despide como si acabara de dar una obra de teatro.


Thank you


Mientras la multitud sedada todavía por el show afloja los hombros, Silvina, Magoo y Sebastián van hasta la salida sin mirarse. Un cocacolero de Pepsi y la sed los obligan a detenerse; recién entonces se abrazan muy fuerte

.–Esto que acabamos de ver, no lo vamos a ver nunca más en la vida, loco. –Sebastián echar un vistazo en dirección al escenario vacío; el predio quedó repleto de vasos de plástico, colillas y tucas. El celular de Silvina suena; Diego desde el sur pregunta: “¿Cómo estuvo el recital, imbeciles?”. Los tres ríen nerviosos y vuelve a abrazarse. Por al lado, pasa Germán en brazo de sus amigos: demasiado de todo como para salir en pié. Un poco más atrás, David camina con la trompa extendida de oreja a oreja.

–Nosotros hemos vivido miles de cosas y muchas de ellas con STP de fondo. Por eso mismo, de maricones que somos, quisimos estar ahí sabiendo que esa banda era y es uno de los tantos espejos en los que nos reflejamos desnudos. –La sonrisa de David sigue intacta, así estará hasta mañana, o hasta que vuelva a ponerse su traje de oficina.

El templo donde revivió el grunge queda despoblado. Mientras para 20 mil tipos el mundo se detuvo por una hora y media, Buenos Aires siguió respirando frente a un televisor, una mesa servida o una pelota de fútbol. “¡El grunge no murió, papá!”, le grita Sebastián en la cara a una chica hippie que toca la pandereta para juntar unos pesos para la birra. Prende un cigarrillo y sigue caminando con los amigos hasta el Mercedes que los espera unas cuadras más allá.

La marcha de los funebreros

Por Cecilia Guerrero Dewey

Con la esperanza de volver a jugar en las ligas mayores y sin cancha propia, la histórica barra de Chacarita, la más temida por los rivales y la policía, sale a los tablones. Humo, sudor y reviente en el estadio que dejó el verde por un día.

Cerca de las 8 de la noche, Caballito se tiñe de luto. Sobre la calle Rojas, las bocas de los subterráneos y las puertas de los colectivos escupen pibes con camisetas tricolores. Como un cortejo acelerado y nada luctuoso, la marcha de Los Funebreros comienza a abrirse paso por Avenida Avellaneda: en una hora más, el Club Atlético Chacarita Juniors enfrentará a Talleres de Córdoba.
El encuentro está pactado en el estadio Ferrocarril Oeste: la crisis económica abatió duramente contra el equipo de San Martín y los dejó sin cancha. Una disposición de la AFA, que impide la participación de los visitantes en los partidos de fútbol de la Nacional B, es el premio consuelo para los locales desposeídos. “Nos da vergüenza, sí, pero igual venimos con la frente en alto”, explica un viejo canoso que vivió el éxodo barrial de su equipo. “De Chacarita –donde adoptaron la profesión de funebreros por cercanía al cementerio- nos mandaron a San Martín y ahora ni siquiera tenemos un espacio propio”, añade con el ceño fruncido, entre sollozos exagerados.
En las inmediaciones de la cancha, ya se prepararon todos para el festejo. Un panzón despliega el merchandising oficial en la esquina, bajo un coro de ofertas jugosas; los feligreses más pudientes compran gorros, vinchas y banderas. Desde algunas parrillas callejeras, las nubes de humo picante de los choripanes tientan a la cola de la popular. Para entonces, la policía de la provincia se adelantó a la hinchada y formó fila sobre la vereda de enfrente: cincuenta tipos metidos en su caparazón de seguridad esperan -bastón en mano- que alguno se porte mal.
El sol aun en alto golpea duro contra el lomo de los pibes que revolean la camiseta frente a la cancha. En pocos minutos, las paredes verdes y blancas de Ferro se funden en un collage rojo, blanco y negro de la hinchada de Chacarita: hombres, mujeres y niños seguidores del Funebrero copan la entrada.
–¿Cómo estás, Ma? ¿Tenés éste de Isaac López? –Un treintañero con voz de vino y tabaco reparte el último número de Cultura Funebrera, la publicación que la barra brava prepara en cada encuentro “con mucho amor”, según anuncian las letras negras de la portada. El último número va destinado al arquero insigne de la institución: el tipo que más años jugó al servicio de la tricolor. La foto de López aparece en la tapa en escala de grises, “para que pinten los funebreritos”, aconseja el comité editorial.
–Dame uno, papá, que éste es histórico. ¿Te pusiste algo de información sobre el Ruso? –Un hombre vetusto estira sus manos esqueléticas hasta la revista. Aparte de la gloria efímera de jugar de local en cancha prestada, los Funebreros estrenan director técnico y la ilusión de volver a la A.
–Obvio, campeón, buscala en la contratapa –responde el treintañero con sonrisa dura–. Le pusimos un recuadrito con toda la ficha técnica, le pusimos.
Con la publicación en mano, el viejo sigue en dirección a la puerta. Se choca con un primer control de seguridad que, después de palparle hasta el calzoncillo, le retira el diario que lleva bajo el brazo. “Nada de cosas raras, señor”, lo cuida el policía. Quedan aún cinco inspecciones y varios manoseos. En el último le quitan el encendedor: ya pasó que “otros sabandijas anduvieron prendiendo fuego en la tribuna”, explica con aspereza el uniformado. Y el encendedor de plástico amarillo vuela a una montaña de cosas a recuperar a la salida atestada de navajas y otros objetos punzantes. Del otro lado de la reja, sobre la tribuna aun sin llenar, unos cuantos rastreros encienden porros y fasos, de cara a los controles.

En los tablones

Media hora antes del partido, la tribuna de la popular está casi llena. Una lluvia de insultos cae sobre el plantel visitante que entra en calor en el campo de juego: “Puto, sos puto, sí, te encanta que te la den”. Un pelado que no alcanza los veinte años se ensaña con el arquero de Talleres. Grupos pequeños de muchachos cuelgan banderas sobre el alambrado, lo más abajo posible para no tapar la vista a los que están en los tablones. La más inmensa reza: “Oeste Funebrero”, con la ambición de hacer hinchas de Chacarita, a los barrios bajos de Capital, esos del agite descrito por Divididos.
–Claro que acá está el agite, loco. Nos estamos jugando mucho más que el honor de un partido: tenemos que ganar para salir de la B. –Aldo tiene panza de embarazada atiborrada de tatuajes en tinta china; el único de sus dibujos imborrables bien hecho es del escudo del club de sus amores.
-Si no les ganamos a estos putos yo me mato, si son lo peor del mundo.Cuenta la leyenda que la hinchada tricolor es una de las más implacables de la escena futbolera. Sobre los tablones flacos de madera, rozan la imagen de un grupo de scout emocionados por una actividad recreativa. De pronto el aire se corta con tijera; todos dejan a un lado los gritos, silbatinas e insultos y giran las cabezas: por la mano izquierda de la Avenida Avellaneda, cinco colectivos destartalados transportan a “la gloriosa barra de San Martín”, como se hacen llamar los barras bravas.
–Ahí viene la barra, Emanuel, miralos qué lindos. –El niño de cinco años deja de jugar con el sorbete de su Coca Cola, mira de reojo y vuelve a las burbujas del líquido negruzco. La madre, una adolescente desdentada, aplaude enfervorizada. Y así lo hace toda la tribuna: con solemnidad excedida, levantan las colas de las tablas para recibir a la rama dura de la hinchada.Unas cuadras antes de llegar al estadio, parte de la barra fue arrestada por la policía. “Sesenta y siete, me contó el Lobo por el celular. Nada, traían facas, chumbos y droguitas”, explica Aldo más angustiado de que sean menos para alentar que por la suerte de los compañeros. No obstante, ciento y pico de muchachotes siguieron adelante. Entonces la policía abre el vallado metálico y la banda de San Martín asalta la cancha de Ferro. Redoblantes, trompetas y clarinetes abren paso entre la gente que los saluda con abrazos. “Somos de la gloriosa banda del funebrero, la que va por las calles hablando del descenso. A pesar de los gases y palos recibidos, sigo estando a tu lado Funebrero querido, Funebrero querido”, canta la hinchada a grito limpio.
Parte de la barra tomó el centro de la tribuna; abajo, los que quedan dispersos despliegan banderas largas de Chacarita y otras de Argentina sobre los laterales de las escalinatas. Cinco paños limpios y sedosos son los seleccionados para que suban al tope de las gradas: los barras tiran las telas y las manos de los hinchas se pelean por tocarlas.
A las 9 en punto, los altavoces se encienden: una voz masculina y amigable nombra la lista de los jugadores de cada equipo. Un silencio inesperado brota en la hinchada cuando se inflan los tubos que dan a los vestuarios: el plantel tricolor sale a la cancha y por las gradas pasa un temblor. Al ritmo del redoblante, la hinchada corea una cumbia de Nestor En Bloque con letra modificada, aunque con un dejo de ternura. El equipo visitante cumple el mismo ritual que el Funebrero. Ahora, la letra pegajosa y dulzona se vuelve un repudio ácido. “A estos putos les tenemos que ganar, a estos putos le tenemos que ganar”, entona la hinchada y sus saltos altísimos ponen en peligro la estabilidad enclenque de las gradas populares de Ferro.Empieza el partido y el silencio de desvanece en las faringes de los fieles. Toda la cumbia y el rock nacional están puestos al servicio de la creatividad de la banda tricolor. Los muchachos de caras deformes se descosen en bailes; los pechos de las mujeres convulsionan de arriba a abajo en cada salto. La tribuna es un rejunte de hombres y mujeres estafados por los peluqueros y los dentistas. Al cabo de unos minutos, el olor a choripán recalentado desaparece: una mezcla de mostaza barata y sudor de macho se desprende de los cuerpos aceitosos.
Cerca del final del primer tiempo, Chacarita hace un gol. El zurdazo del delantero vibra en las gargantas estremecidas de la hinchada. Los cuerpos transpirados se abrazan y manosean. Con suerte, uno que otro se puso un desodorante potente pero a nadie le importa: por dos o tres minutos el festejo se come las formalidades y los malos tragos. El gol entusiasma a los jugadores y la barra se emociona con las jugadas adrenalínicas. Siguen cantando y bailando. Desde abajo, de cara a la tribuna, un adolescente con el maxilar superior un poco salido y la mandíbula hundida baila murga como un arlequín retardado y babeante. Y así, hasta el final de los primeros 45 minutos, la única en pie es la banda tricolor que sigue regalando melodías.

Segundo tiempo

En el intervalo, la hinchada aprovecha a llenar sus estómagos con hamburguesas y panchos recalentados. Las mujeres rumbean al baño para arreglarse el delineador corrido. Con picardía de sospechosa inocencia, unos nenes cierran la reja que da al sanitario de damas; al salir, las chicas chocan de frente con la puerta alambrada. “No les queda otra que saltar”, dice uno entre risas. Enseguida, un tipo fortachón rescata a las chicas con una patada que tira la puerta abajo. “Muchas gracias, qué caballero”: la morocha de labios carnosos le acaricia la frente.“Estoy pegado, re jugado, hasta las manos, rancheando con pibitos de mi palo”, canta la voz del líder de Yerba Brava en el alto parlante, mientras las autoridades del club entregan premios honoríficos a unos cuantos colaboradores. La hinchada se apura de regreso a las gradas. El silbato del árbitro suena y arranca el segundo tiempo. La banda embiste con canciones más explosivas; el coro tricolor vuelve a la de batalla: “Y vamos chacha ponga huevo pase al frente, que se lo pide toda la gente. Una bandera que diga funebrero, matar a los bosteros y un porro pa’ fumar”. El repudio histórico a Boca obedece a un enfrentamiento que dejó sin vida a varios funebreros.La fila de policías cubre el fondo del arco visitante. La hostilidad del público para con Talleres exige mayor concentración entre los uniformados. Un vigilante gordo y morocho mira de reojo el partido: es el único que se permite gesticular. Entonces, Chacarita mete un gol y la tribuna se despedaza en saltos y gritos. La gloriosa banda de San Martín arremete con los clarinetes y tambores. Después de los besos y abrazos entre vecinos, amigos y desconocidos, la tribuna entera se vuelve una murga afinada. Con sus manos pesadas, posiblemente la mismas que sostuvieron el bastón para golpear con violencia a algún hincha díscolo, el policía usa al escudo de redoblante.
La tribuna sigue el festejo hasta que el visitante, pocos minutos después, hace un gol. Pasan treinta segundos y nadie se atreve a hablar. Después vuelven a llover las puteadas, pero falta demasiado para que termine el encuentro: hay que mantener la guardia alta. Entre platea y popular, la hinchada de Chacarita no supera las 10 mil personas, pero la masa homogénea tiene la fuerza de un león: alguna pócima extraña que le robaron a los muertos.Javier deja las gradas y se acerca al alambrado para espiar el partido entre las banderas. Atrás, los muchachos se mueven como gatos en celo al ritmo de su canción predilecta, la que construyeron con la melodía de un tema viejo de Andres Calamaro: “Yo soy del funebrero. Soy de chaca porque tengo aguante. Aunque ganes o pierdas, nunca voy a dejar de alentarte. Funebrero quiero verte dar la vuelta: es el sueño de toda la banda entera. La que deja la vida por los colores: vos en la cancha, yo en los tablones”.
–Nosotros éramos una hinchada peronista y ricotera, pero ahora está lleno de pibes chorros. –Javier, como un pedazo de carbón con sonrisa blanquísima, habla como un viejo acerca de los próceres de la tricolor. El “profesor”, como dice de sí, mira de reojo a la barra y se muerde el labio.
–Pero esto no pasa sólo con Chaca, viste: pasa en el fútbol en general. Es como la sociedad: se está yendo a la mierda, nos estamos yendo a la mierda. Después de dos goles más para cada uno, Chacarita el partido termina con Chacarita como ganador. Javier abraza a los pibes que tiene al lado: es hora de festejar sin presiones. La hinchada aguarda unos minutos en la tribuna y desciende por columnas con los brazos y la voz en alto: “Para los pibes que te alientan desde el cielo; para los viejos que te vieron campeón en la A”. Desde 1969 Chacarita no sale campeón de la A, donde juegan sus enemigos. Después de aquella victoria emblemática, ese placer que se dan los grandes, anduvo entre los últimos puestos de la liga mayor y la esperanza que da jugar en segunda. Pero hoy ganaron y festejan: porque no tienen cancha, por los muertos y los viejos; por toda la misa del futbol y del circo popular.
“Peronistas, ricoteros o pibes chorros, nena…estos 90 minutos son de las pocas alegrías que nos quedan”, dice Javier mientras besa la camiseta tricolor. En unos días más, el Funebrero volverá a enfrentar a un rival “con dignidad, carajo: con dignidad… como lo querría el general”.

La Cantidad


Por Cecilia Guerrero Dewey

“¡Suficiente! O demasiado”, escribió alguna vez el poeta William Blake; la cantidad justa es para algunos la búsqueda infinita. A 50 años de la Revolución, en el país que batalla contra el bloqueo económico, el Capitalismo y la miseria, esa discusión está relegada. Un recorrido fugaz y cuantitativo por el bastión del socialismo.

“Hay una verdad que es ineludible: existen las ausencias. El frío no existe, existe la ausencia de calor, y así…”, se pone medio metafísico Pablo antes del viaje. En pocas horas más, aterrizarán en La Habana. Dicho así parece un segundo, pero son exactamente siete horas: la cantidad justa para convencerse de que aquello que los espera es bueno. Van a ver el Capitolio, el Aeropuerto Internacional José Martí, la Bodeguita del Medio: la obra y gracia de la Revolución, aquella que siguieron en libros, fotos y banderas. No llevan la cantidad de dinero necesaria para darse grandes lujos, pero son turistas y éstas sus vacaciones.
Las horas pasan volando y deciden dormir. Amanecen en Cuba con sonrisa y calor. Buscan alguna pieza barata para alquilar, algo modesto y seguro. Encuentran un cuarto limpio en la calle Dragones, la única pieza con ventilador que alquila ilegalmente un ex actor famoso de la televisión pública. Organizan el equipaje y sus cuerpos con maestría; en minutos caminan por la isla de las maravillas. El sol hostiga la calle como un patrón desmedido: a las 3 de la tarde Centro Habana es un reguero de hombres y mujeres sucios, autos viejos, muchachos en bicicleta transportando carros con más de dos personas, chicas ofreciendo sus cuerpos por dólares y postales del Che.
Pablo marcha sonriente, ella le devuelve la galantería, pero a las cuadras le confiesa: “Este lugar es un infierno”. Está lejos de adaptarse a lo que imaginaron y bastan unas pocas cuadras para que los gestos felices de otros turistas los descompongan: no pueden creer tanta hipocresía ellos que son progres. El tiempo pasa y la tristeza sube a las nubes. Entonces encuentran una librería que ofrece marxismo y poesía a precios increíbles. El olor a fritanga y perro muerto, los chicos mendigando dulce yanquis y el talante hostil de La Habana desaparecen: llevan una veintena de libros baratos y son felices. “Es la cantidad la que importa, el consumo excesivo”, dice él. A la noche vuelven a la habitación de Dragones más cerca de la felicidad que del arrepentimiento, pero Cuba sigue respirando.

Los otros

Cerca de las 8 de la noche, Mari llega a su casa en Buena Vista. La guagua la deja parada en el barrio de casas celestes pastel que se caen a pedazos y rebalsan de ron tibio. Se encuentran vivos Mari, Ángel, su esposo y Angelito, el único descendiente. El hombre le sonríe: unas horas antes compró una receta para diabéticos: la única forma de conseguir leche, en el país que juzga que a partir de los 7 años ya se adquirió el calcio suficiente para un buen crecimiento. Ella le devuelve un abrazo cansado de horas extras en el trabajo. Se saca su traje de explotada y oprimida: una blusa francesa regalada a escondidas por una amiga extranjera. En su cuarto muta a mulata fogosa y vuelve con vestido floreado y aros largos. En la heladera hay algunas bananas verdes, una taza de arroz y unas pocas malangas. Mientras Angelito se limpia la trompa emblanquecida por la leche y Angel destapa una botella de ron, Mari hace magia en la cocina: tostones y congri caliente.
Justo en ese momento, el esposo de Marily cierra la puerta del Comité de Defensa de la Revolución. Sube a su Mercedes viejo mientras recuerda las gloriosas batallas en Angola. Para en Concordia entre Soledad y Aramburu, a menos de una cuadra del Callejón de Hamel. Marily lo espera con yogur fresco, el único que van a degustar en todo el año. A esa hora, la hija está conectada al chat desde Madrid. Los dos corren a “acariciarla aunque sea en letras”. Después de los partes del cotidiano, se despiden entre sollozos. En la cocina preparan una sopa cargada en grasas y una ensalada de tomates con vinagre. Más tarde Marily confiesa que se siente un poco enferma y se retira al cuarto llorando. Prende la televisión para ver qué mal está España, en el fondo sospecha que es un caos: “es filoso el Capitalismo, tengo la certeza”, se dice entre lágrimas. Al día siguiente, los dos pedirán un permiso para salir de la isla; ya saben que este año tampoco será, que “habrá que esperar otro año o quién sabe cuanto más”. Marily se agarra el estomago y él le besa la frente con vergüenza.
Muy cerca de ahí, donde la ciudad todavía inventa oficios para comer, Gilberto prende una candela a Yemayá. Van a celebrar el Cajón, el ritual que los santeros esperan cada año para enterrar las penas y pedir lo necesario. Fariña y sus rumberos se sacan la realidad por las manos, lloran música en la calle Ánimas. Hacen esquina por allí el Palacio de los Matrimonios y el Hospital Amejeira, con los cuartos poblados de enfermo, las colas interminables y sus médicos famélicos. Suenan los tambores en la casa de la mujer que abrió las puertas para el ritual. Los feligreses a Babalú Ayé se cubren de aceites y perfumes; bajan las sienes ante sus santos y las velas de colores. Está todo listo para enterrar a su muerto: los cantos africanos, las estatuillas vestidas, el olor de los inciensos y las almas que ya no creen en la Revolución.
A esa hora, en Trinidad también es de noche. Cari filetea una toronja mientras su compañero saborea la tarde. La toronja se adoba y se fríe en aceite recalentado. La mesa está servida a oscuras: mantel de plástico y los vasos que ofreció el Estado. Cari se saca el delantal: detrás de ese pedazo de tela manchada es una mujer formidable. Comen en silencio, mirándose con sospechoso cariño. Las manos de la cocinera están ajadas de cítricos y los ojos del compañero inyectados en sangre. Después el hombre les llevará las sobras a los perros raquíticos del patio y Cari le besará los pies a San Lázaro. Se acostarán los dos en un sillón heredado, casi parecido al de otras casas. Intentarán hacer el amor, pero el amor no está y no se hace. “Camilo Cienfuegos”, reza la puerta que da a la calle, un cartel que envidia toda Trinidad.
Pablo tira todo el dinero a la cama y empieza a calcular: “Si nos medimos, puede alcanzarnos para veinte días”, explica preocupado. Una cuenta similar hacen en cada casa de la isla con el arroz, la leche, el yogur, el pan, el amor, las creencias y los sueños. El mismo cálculo harán los yanquis con las bombas que tiran o los países a extorsionar. La misma cuenta hará el mundo entero según las necesidades que dicte su pupo.“¿Qué le falta a Cuba? Lo tienen todo”, les pregunta un amigo ferviente admirador de la Revolución, después del viaje. “Lo que a todos”, le responde ella, “la cantidad”. Ya una vez lo dijo la poeta Reina María Rodríguez en referencia a sus gatos desnutridos: “Ellos suspiran por lo que vendrá. Me miran, tienen la ilusión de que vendrá después, “La Cantidad”, por eso resisten. La cantidad es para ellos, el sueño.”