miércoles, 12 de agosto de 2009

La marcha de los funebreros

Por Cecilia Guerrero Dewey

Con la esperanza de volver a jugar en las ligas mayores y sin cancha propia, la histórica barra de Chacarita, la más temida por los rivales y la policía, sale a los tablones. Humo, sudor y reviente en el estadio que dejó el verde por un día.

Cerca de las 8 de la noche, Caballito se tiñe de luto. Sobre la calle Rojas, las bocas de los subterráneos y las puertas de los colectivos escupen pibes con camisetas tricolores. Como un cortejo acelerado y nada luctuoso, la marcha de Los Funebreros comienza a abrirse paso por Avenida Avellaneda: en una hora más, el Club Atlético Chacarita Juniors enfrentará a Talleres de Córdoba.
El encuentro está pactado en el estadio Ferrocarril Oeste: la crisis económica abatió duramente contra el equipo de San Martín y los dejó sin cancha. Una disposición de la AFA, que impide la participación de los visitantes en los partidos de fútbol de la Nacional B, es el premio consuelo para los locales desposeídos. “Nos da vergüenza, sí, pero igual venimos con la frente en alto”, explica un viejo canoso que vivió el éxodo barrial de su equipo. “De Chacarita –donde adoptaron la profesión de funebreros por cercanía al cementerio- nos mandaron a San Martín y ahora ni siquiera tenemos un espacio propio”, añade con el ceño fruncido, entre sollozos exagerados.
En las inmediaciones de la cancha, ya se prepararon todos para el festejo. Un panzón despliega el merchandising oficial en la esquina, bajo un coro de ofertas jugosas; los feligreses más pudientes compran gorros, vinchas y banderas. Desde algunas parrillas callejeras, las nubes de humo picante de los choripanes tientan a la cola de la popular. Para entonces, la policía de la provincia se adelantó a la hinchada y formó fila sobre la vereda de enfrente: cincuenta tipos metidos en su caparazón de seguridad esperan -bastón en mano- que alguno se porte mal.
El sol aun en alto golpea duro contra el lomo de los pibes que revolean la camiseta frente a la cancha. En pocos minutos, las paredes verdes y blancas de Ferro se funden en un collage rojo, blanco y negro de la hinchada de Chacarita: hombres, mujeres y niños seguidores del Funebrero copan la entrada.
–¿Cómo estás, Ma? ¿Tenés éste de Isaac López? –Un treintañero con voz de vino y tabaco reparte el último número de Cultura Funebrera, la publicación que la barra brava prepara en cada encuentro “con mucho amor”, según anuncian las letras negras de la portada. El último número va destinado al arquero insigne de la institución: el tipo que más años jugó al servicio de la tricolor. La foto de López aparece en la tapa en escala de grises, “para que pinten los funebreritos”, aconseja el comité editorial.
–Dame uno, papá, que éste es histórico. ¿Te pusiste algo de información sobre el Ruso? –Un hombre vetusto estira sus manos esqueléticas hasta la revista. Aparte de la gloria efímera de jugar de local en cancha prestada, los Funebreros estrenan director técnico y la ilusión de volver a la A.
–Obvio, campeón, buscala en la contratapa –responde el treintañero con sonrisa dura–. Le pusimos un recuadrito con toda la ficha técnica, le pusimos.
Con la publicación en mano, el viejo sigue en dirección a la puerta. Se choca con un primer control de seguridad que, después de palparle hasta el calzoncillo, le retira el diario que lleva bajo el brazo. “Nada de cosas raras, señor”, lo cuida el policía. Quedan aún cinco inspecciones y varios manoseos. En el último le quitan el encendedor: ya pasó que “otros sabandijas anduvieron prendiendo fuego en la tribuna”, explica con aspereza el uniformado. Y el encendedor de plástico amarillo vuela a una montaña de cosas a recuperar a la salida atestada de navajas y otros objetos punzantes. Del otro lado de la reja, sobre la tribuna aun sin llenar, unos cuantos rastreros encienden porros y fasos, de cara a los controles.

En los tablones

Media hora antes del partido, la tribuna de la popular está casi llena. Una lluvia de insultos cae sobre el plantel visitante que entra en calor en el campo de juego: “Puto, sos puto, sí, te encanta que te la den”. Un pelado que no alcanza los veinte años se ensaña con el arquero de Talleres. Grupos pequeños de muchachos cuelgan banderas sobre el alambrado, lo más abajo posible para no tapar la vista a los que están en los tablones. La más inmensa reza: “Oeste Funebrero”, con la ambición de hacer hinchas de Chacarita, a los barrios bajos de Capital, esos del agite descrito por Divididos.
–Claro que acá está el agite, loco. Nos estamos jugando mucho más que el honor de un partido: tenemos que ganar para salir de la B. –Aldo tiene panza de embarazada atiborrada de tatuajes en tinta china; el único de sus dibujos imborrables bien hecho es del escudo del club de sus amores.
-Si no les ganamos a estos putos yo me mato, si son lo peor del mundo.Cuenta la leyenda que la hinchada tricolor es una de las más implacables de la escena futbolera. Sobre los tablones flacos de madera, rozan la imagen de un grupo de scout emocionados por una actividad recreativa. De pronto el aire se corta con tijera; todos dejan a un lado los gritos, silbatinas e insultos y giran las cabezas: por la mano izquierda de la Avenida Avellaneda, cinco colectivos destartalados transportan a “la gloriosa barra de San Martín”, como se hacen llamar los barras bravas.
–Ahí viene la barra, Emanuel, miralos qué lindos. –El niño de cinco años deja de jugar con el sorbete de su Coca Cola, mira de reojo y vuelve a las burbujas del líquido negruzco. La madre, una adolescente desdentada, aplaude enfervorizada. Y así lo hace toda la tribuna: con solemnidad excedida, levantan las colas de las tablas para recibir a la rama dura de la hinchada.Unas cuadras antes de llegar al estadio, parte de la barra fue arrestada por la policía. “Sesenta y siete, me contó el Lobo por el celular. Nada, traían facas, chumbos y droguitas”, explica Aldo más angustiado de que sean menos para alentar que por la suerte de los compañeros. No obstante, ciento y pico de muchachotes siguieron adelante. Entonces la policía abre el vallado metálico y la banda de San Martín asalta la cancha de Ferro. Redoblantes, trompetas y clarinetes abren paso entre la gente que los saluda con abrazos. “Somos de la gloriosa banda del funebrero, la que va por las calles hablando del descenso. A pesar de los gases y palos recibidos, sigo estando a tu lado Funebrero querido, Funebrero querido”, canta la hinchada a grito limpio.
Parte de la barra tomó el centro de la tribuna; abajo, los que quedan dispersos despliegan banderas largas de Chacarita y otras de Argentina sobre los laterales de las escalinatas. Cinco paños limpios y sedosos son los seleccionados para que suban al tope de las gradas: los barras tiran las telas y las manos de los hinchas se pelean por tocarlas.
A las 9 en punto, los altavoces se encienden: una voz masculina y amigable nombra la lista de los jugadores de cada equipo. Un silencio inesperado brota en la hinchada cuando se inflan los tubos que dan a los vestuarios: el plantel tricolor sale a la cancha y por las gradas pasa un temblor. Al ritmo del redoblante, la hinchada corea una cumbia de Nestor En Bloque con letra modificada, aunque con un dejo de ternura. El equipo visitante cumple el mismo ritual que el Funebrero. Ahora, la letra pegajosa y dulzona se vuelve un repudio ácido. “A estos putos les tenemos que ganar, a estos putos le tenemos que ganar”, entona la hinchada y sus saltos altísimos ponen en peligro la estabilidad enclenque de las gradas populares de Ferro.Empieza el partido y el silencio de desvanece en las faringes de los fieles. Toda la cumbia y el rock nacional están puestos al servicio de la creatividad de la banda tricolor. Los muchachos de caras deformes se descosen en bailes; los pechos de las mujeres convulsionan de arriba a abajo en cada salto. La tribuna es un rejunte de hombres y mujeres estafados por los peluqueros y los dentistas. Al cabo de unos minutos, el olor a choripán recalentado desaparece: una mezcla de mostaza barata y sudor de macho se desprende de los cuerpos aceitosos.
Cerca del final del primer tiempo, Chacarita hace un gol. El zurdazo del delantero vibra en las gargantas estremecidas de la hinchada. Los cuerpos transpirados se abrazan y manosean. Con suerte, uno que otro se puso un desodorante potente pero a nadie le importa: por dos o tres minutos el festejo se come las formalidades y los malos tragos. El gol entusiasma a los jugadores y la barra se emociona con las jugadas adrenalínicas. Siguen cantando y bailando. Desde abajo, de cara a la tribuna, un adolescente con el maxilar superior un poco salido y la mandíbula hundida baila murga como un arlequín retardado y babeante. Y así, hasta el final de los primeros 45 minutos, la única en pie es la banda tricolor que sigue regalando melodías.

Segundo tiempo

En el intervalo, la hinchada aprovecha a llenar sus estómagos con hamburguesas y panchos recalentados. Las mujeres rumbean al baño para arreglarse el delineador corrido. Con picardía de sospechosa inocencia, unos nenes cierran la reja que da al sanitario de damas; al salir, las chicas chocan de frente con la puerta alambrada. “No les queda otra que saltar”, dice uno entre risas. Enseguida, un tipo fortachón rescata a las chicas con una patada que tira la puerta abajo. “Muchas gracias, qué caballero”: la morocha de labios carnosos le acaricia la frente.“Estoy pegado, re jugado, hasta las manos, rancheando con pibitos de mi palo”, canta la voz del líder de Yerba Brava en el alto parlante, mientras las autoridades del club entregan premios honoríficos a unos cuantos colaboradores. La hinchada se apura de regreso a las gradas. El silbato del árbitro suena y arranca el segundo tiempo. La banda embiste con canciones más explosivas; el coro tricolor vuelve a la de batalla: “Y vamos chacha ponga huevo pase al frente, que se lo pide toda la gente. Una bandera que diga funebrero, matar a los bosteros y un porro pa’ fumar”. El repudio histórico a Boca obedece a un enfrentamiento que dejó sin vida a varios funebreros.La fila de policías cubre el fondo del arco visitante. La hostilidad del público para con Talleres exige mayor concentración entre los uniformados. Un vigilante gordo y morocho mira de reojo el partido: es el único que se permite gesticular. Entonces, Chacarita mete un gol y la tribuna se despedaza en saltos y gritos. La gloriosa banda de San Martín arremete con los clarinetes y tambores. Después de los besos y abrazos entre vecinos, amigos y desconocidos, la tribuna entera se vuelve una murga afinada. Con sus manos pesadas, posiblemente la mismas que sostuvieron el bastón para golpear con violencia a algún hincha díscolo, el policía usa al escudo de redoblante.
La tribuna sigue el festejo hasta que el visitante, pocos minutos después, hace un gol. Pasan treinta segundos y nadie se atreve a hablar. Después vuelven a llover las puteadas, pero falta demasiado para que termine el encuentro: hay que mantener la guardia alta. Entre platea y popular, la hinchada de Chacarita no supera las 10 mil personas, pero la masa homogénea tiene la fuerza de un león: alguna pócima extraña que le robaron a los muertos.Javier deja las gradas y se acerca al alambrado para espiar el partido entre las banderas. Atrás, los muchachos se mueven como gatos en celo al ritmo de su canción predilecta, la que construyeron con la melodía de un tema viejo de Andres Calamaro: “Yo soy del funebrero. Soy de chaca porque tengo aguante. Aunque ganes o pierdas, nunca voy a dejar de alentarte. Funebrero quiero verte dar la vuelta: es el sueño de toda la banda entera. La que deja la vida por los colores: vos en la cancha, yo en los tablones”.
–Nosotros éramos una hinchada peronista y ricotera, pero ahora está lleno de pibes chorros. –Javier, como un pedazo de carbón con sonrisa blanquísima, habla como un viejo acerca de los próceres de la tricolor. El “profesor”, como dice de sí, mira de reojo a la barra y se muerde el labio.
–Pero esto no pasa sólo con Chaca, viste: pasa en el fútbol en general. Es como la sociedad: se está yendo a la mierda, nos estamos yendo a la mierda. Después de dos goles más para cada uno, Chacarita el partido termina con Chacarita como ganador. Javier abraza a los pibes que tiene al lado: es hora de festejar sin presiones. La hinchada aguarda unos minutos en la tribuna y desciende por columnas con los brazos y la voz en alto: “Para los pibes que te alientan desde el cielo; para los viejos que te vieron campeón en la A”. Desde 1969 Chacarita no sale campeón de la A, donde juegan sus enemigos. Después de aquella victoria emblemática, ese placer que se dan los grandes, anduvo entre los últimos puestos de la liga mayor y la esperanza que da jugar en segunda. Pero hoy ganaron y festejan: porque no tienen cancha, por los muertos y los viejos; por toda la misa del futbol y del circo popular.
“Peronistas, ricoteros o pibes chorros, nena…estos 90 minutos son de las pocas alegrías que nos quedan”, dice Javier mientras besa la camiseta tricolor. En unos días más, el Funebrero volverá a enfrentar a un rival “con dignidad, carajo: con dignidad… como lo querría el general”.

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