miércoles, 12 de agosto de 2009

La Cantidad


Por Cecilia Guerrero Dewey

“¡Suficiente! O demasiado”, escribió alguna vez el poeta William Blake; la cantidad justa es para algunos la búsqueda infinita. A 50 años de la Revolución, en el país que batalla contra el bloqueo económico, el Capitalismo y la miseria, esa discusión está relegada. Un recorrido fugaz y cuantitativo por el bastión del socialismo.

“Hay una verdad que es ineludible: existen las ausencias. El frío no existe, existe la ausencia de calor, y así…”, se pone medio metafísico Pablo antes del viaje. En pocas horas más, aterrizarán en La Habana. Dicho así parece un segundo, pero son exactamente siete horas: la cantidad justa para convencerse de que aquello que los espera es bueno. Van a ver el Capitolio, el Aeropuerto Internacional José Martí, la Bodeguita del Medio: la obra y gracia de la Revolución, aquella que siguieron en libros, fotos y banderas. No llevan la cantidad de dinero necesaria para darse grandes lujos, pero son turistas y éstas sus vacaciones.
Las horas pasan volando y deciden dormir. Amanecen en Cuba con sonrisa y calor. Buscan alguna pieza barata para alquilar, algo modesto y seguro. Encuentran un cuarto limpio en la calle Dragones, la única pieza con ventilador que alquila ilegalmente un ex actor famoso de la televisión pública. Organizan el equipaje y sus cuerpos con maestría; en minutos caminan por la isla de las maravillas. El sol hostiga la calle como un patrón desmedido: a las 3 de la tarde Centro Habana es un reguero de hombres y mujeres sucios, autos viejos, muchachos en bicicleta transportando carros con más de dos personas, chicas ofreciendo sus cuerpos por dólares y postales del Che.
Pablo marcha sonriente, ella le devuelve la galantería, pero a las cuadras le confiesa: “Este lugar es un infierno”. Está lejos de adaptarse a lo que imaginaron y bastan unas pocas cuadras para que los gestos felices de otros turistas los descompongan: no pueden creer tanta hipocresía ellos que son progres. El tiempo pasa y la tristeza sube a las nubes. Entonces encuentran una librería que ofrece marxismo y poesía a precios increíbles. El olor a fritanga y perro muerto, los chicos mendigando dulce yanquis y el talante hostil de La Habana desaparecen: llevan una veintena de libros baratos y son felices. “Es la cantidad la que importa, el consumo excesivo”, dice él. A la noche vuelven a la habitación de Dragones más cerca de la felicidad que del arrepentimiento, pero Cuba sigue respirando.

Los otros

Cerca de las 8 de la noche, Mari llega a su casa en Buena Vista. La guagua la deja parada en el barrio de casas celestes pastel que se caen a pedazos y rebalsan de ron tibio. Se encuentran vivos Mari, Ángel, su esposo y Angelito, el único descendiente. El hombre le sonríe: unas horas antes compró una receta para diabéticos: la única forma de conseguir leche, en el país que juzga que a partir de los 7 años ya se adquirió el calcio suficiente para un buen crecimiento. Ella le devuelve un abrazo cansado de horas extras en el trabajo. Se saca su traje de explotada y oprimida: una blusa francesa regalada a escondidas por una amiga extranjera. En su cuarto muta a mulata fogosa y vuelve con vestido floreado y aros largos. En la heladera hay algunas bananas verdes, una taza de arroz y unas pocas malangas. Mientras Angelito se limpia la trompa emblanquecida por la leche y Angel destapa una botella de ron, Mari hace magia en la cocina: tostones y congri caliente.
Justo en ese momento, el esposo de Marily cierra la puerta del Comité de Defensa de la Revolución. Sube a su Mercedes viejo mientras recuerda las gloriosas batallas en Angola. Para en Concordia entre Soledad y Aramburu, a menos de una cuadra del Callejón de Hamel. Marily lo espera con yogur fresco, el único que van a degustar en todo el año. A esa hora, la hija está conectada al chat desde Madrid. Los dos corren a “acariciarla aunque sea en letras”. Después de los partes del cotidiano, se despiden entre sollozos. En la cocina preparan una sopa cargada en grasas y una ensalada de tomates con vinagre. Más tarde Marily confiesa que se siente un poco enferma y se retira al cuarto llorando. Prende la televisión para ver qué mal está España, en el fondo sospecha que es un caos: “es filoso el Capitalismo, tengo la certeza”, se dice entre lágrimas. Al día siguiente, los dos pedirán un permiso para salir de la isla; ya saben que este año tampoco será, que “habrá que esperar otro año o quién sabe cuanto más”. Marily se agarra el estomago y él le besa la frente con vergüenza.
Muy cerca de ahí, donde la ciudad todavía inventa oficios para comer, Gilberto prende una candela a Yemayá. Van a celebrar el Cajón, el ritual que los santeros esperan cada año para enterrar las penas y pedir lo necesario. Fariña y sus rumberos se sacan la realidad por las manos, lloran música en la calle Ánimas. Hacen esquina por allí el Palacio de los Matrimonios y el Hospital Amejeira, con los cuartos poblados de enfermo, las colas interminables y sus médicos famélicos. Suenan los tambores en la casa de la mujer que abrió las puertas para el ritual. Los feligreses a Babalú Ayé se cubren de aceites y perfumes; bajan las sienes ante sus santos y las velas de colores. Está todo listo para enterrar a su muerto: los cantos africanos, las estatuillas vestidas, el olor de los inciensos y las almas que ya no creen en la Revolución.
A esa hora, en Trinidad también es de noche. Cari filetea una toronja mientras su compañero saborea la tarde. La toronja se adoba y se fríe en aceite recalentado. La mesa está servida a oscuras: mantel de plástico y los vasos que ofreció el Estado. Cari se saca el delantal: detrás de ese pedazo de tela manchada es una mujer formidable. Comen en silencio, mirándose con sospechoso cariño. Las manos de la cocinera están ajadas de cítricos y los ojos del compañero inyectados en sangre. Después el hombre les llevará las sobras a los perros raquíticos del patio y Cari le besará los pies a San Lázaro. Se acostarán los dos en un sillón heredado, casi parecido al de otras casas. Intentarán hacer el amor, pero el amor no está y no se hace. “Camilo Cienfuegos”, reza la puerta que da a la calle, un cartel que envidia toda Trinidad.
Pablo tira todo el dinero a la cama y empieza a calcular: “Si nos medimos, puede alcanzarnos para veinte días”, explica preocupado. Una cuenta similar hacen en cada casa de la isla con el arroz, la leche, el yogur, el pan, el amor, las creencias y los sueños. El mismo cálculo harán los yanquis con las bombas que tiran o los países a extorsionar. La misma cuenta hará el mundo entero según las necesidades que dicte su pupo.“¿Qué le falta a Cuba? Lo tienen todo”, les pregunta un amigo ferviente admirador de la Revolución, después del viaje. “Lo que a todos”, le responde ella, “la cantidad”. Ya una vez lo dijo la poeta Reina María Rodríguez en referencia a sus gatos desnutridos: “Ellos suspiran por lo que vendrá. Me miran, tienen la ilusión de que vendrá después, “La Cantidad”, por eso resisten. La cantidad es para ellos, el sueño.”

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