miércoles, 12 de agosto de 2009

Éramos tan grunge


Por Cecilia Guerrero Dewey


A pocos meses de regresar a los escenarios,Stone Temple Pilots, la última banda de rock sucio de los ’90 desembarcó en Buenos Aires. Nostalgia, jeans rotosos y aires cowboys en una cita planificada por más de quince años.


–Es hora de dar un paseo, no hay más lugar a charlas. –Germán imposta la voz como un chico malo para citar Big Empty; posiblemente en la previa de sus arrestos, Scott Weiland también haya tomado una pepa para dar una vuelta y romper con el vacío. El pibe baja las gafas negras de la cabeza a los ojos vidriosos y agarra el volante. Los tres que van con él parecen salidos de una foto de los ’90, pero con pelos cortos; los jeans caídos un poco rotos y las remeras baqueteadas de Peral Jam y Porno for Pyros. Se apuran en abrir las ventanillas del Fiat Uno negro; a las 6 de la tarde, el calor en La Plata quema el tapizado.Como fieles devotos a Stone Temple Pilots, los viajeros permanecen en silencio mientras el auto recorre la autopista a Buenos Aires. El cielo está celeste, un poco violeta cerca del sol o del dragón de fuego, como prefieren verlo los chicos. El olor dulzón del porro que prendió el copiloto se mezcla con el resabio a polilla muerta y naftalina de las remeras grunge. Después de una ardua discusión antes de la partida, decidieron que el disco fuera Purple y ahora Lounge Fly estalla en el stereo. En su adolescencia, los cuatro soñaron con subir a un carro viejo y recorrer las rutas desérticas de California con ese tema al palo, pero ninguno tenía permiso para conducir ni drogarse con algo que volviera más ameno el páramo de Viedma.

"No puedo dejar este camino, por favor recarga mi alma”, la voz de Weiland queda resonando bajo los últimos acordes de la guitarra de Dean DeLeo; la distorsión zumba como un panal lleno de abejas en los oídos de los bandidos. Germán grita como un lobo hambriento; Federico, José y Cecilia también lo hacen. Y después, en un gesto de hermandad y desesperación, golpean sus espaldas y besan sus frentes. Entre Quilmes y Dock Sud, Interstate Love Song se desliza por los parlantes. El punteo lisérgico más angustioso de los ’90 les pega a los pibes como una ráfaga: cierran los ojos, se acurrucan en las butacas, entonces la canción estalla y cantan como un coro de tenores afónicos. Nadie se anima a decir que en algún momento lloró un fracaso amoroso con ese tema, pero sólo porque en este viaje no hay lugar para palabras.



Éramos tan grunge



A las 8 de la noche, el bar de Libertador al 7400 está atestado de treintañeros con perfumes importados. Es una noche tibia, ideal para una cerveza en la vereda: así la encontró el trío que se ríe a carcajadas desde la mesa más cercana al paso de los transeúntes.

–Éramos tan grunge. –Sebastián le da un trago a la cerveza y prende un cigarrillo; años atrás no hubiese dudado en encender un porro para compartir: la impunidad que da pertenecer a un movimiento.

–El otro día estaba mirando una foto: ¡El Diego, loco! Con el pelo hasta la cintura y los pantalones hechos mierda; impresentable.

–Si, boludo. Un día fue a la facultad y las chicas le empezaron a gritar: “¡Sombras, Sombras!”. Se quiso matar: llegó a casa y se rapó –explica Silvina y hace una pausa porque se ahogarse con un maní –. Mmmm, pero todos éramos ehh...todos, un desastre: esas camisas colorinches y los aros en la oreja.

–¡Chabona, sí!, yo me acuerdo, tenía una hawaiana hecha mierda que no me la sacaba ni para dormir. ¿Se acuerdan? Esas épocas de las fiestas en los balcones, todo el tiempo fumando faso y escuchando Janes Adiction. –Magoo lleva un jean azul oscuro y una remera cara: se asemeja más a un galán que a un chico desprolijo. Tiene los ojos de un gato, un poco inyectados en sangre: “la resaca de años de descontrol”, se justifica. Aunque los tres parecen algo mejorados a las descripciones; al menos tienen peinados prolijos y el dinero suficiente para comprar una buena cerveza.

Para los amigos todo empezó en Cutral Có, cuando alguien llegó con Ten, el primer disco de Pearl Jam. Y aunque en ese momento Ramones ocupaba el fanatismo de los pibes, el punk no era tan armónico para estremecer. Discos, cervezas en la esquina, recortes de diarios, pero las bandas no llegaban a Argentina; aunque lo hiciesen, ellos estaban en el sur. Hasta que fueron lo suficientemente adultos como para estudiar lejos de casa. En Buenos Aires, vivían muy cerca, sí, para cuidarse unos a otros: una tribu desgreñada con dejos de ternura.

–El primer recital de Ramones fue increíble. Cuando salimos Diego se largó a llorar; se había venido desde Comodoro: qué querido. –Silvina agarra el celular y les muestra las fotos de las hijas pequeñas de su hermano.

– Después empezaron a venir siempre: ya era como ir a ver a Las Pelotas.

Pero los otros, los de las voces armónicas, los que hablaban de amor y de injusticias sociales, los sucios rebeldes del sistema, nunca llegaban. Y Kurt Cobain, líder de Nirvana, fue el primero en partir. Cuatro años después, en 1997, Soundgarden se hizo trizas y bajó de los escenarios. Después de la publicación de NoCode, la crítica empezó a separar a Pearl Jam del grunge. Los sonidos sucios se movían en el filo del precipicio, cuando el cantante de Alice in Chains, Layne Staley, se pasó de dosis.

–Me acuerdo que nos acabábamos de subir al colectivo. Mi esposo me mira y me dice: “Tengo algo horrible que decirte, pero no quiero arruinar el viaje”. Le clavo los ojos como amenazándolo. “Staley murió ayer”, me dijo y lloramos abrazados. –Silvina levanta el porrón helado y brinda en memoria del músico. Con solemnidad exagerada, los amigos chocan sus copas.

Mas las malas noticias no terminaban: en el 2003, después de un episodio que volvía a involucrar a Scott Weiland con las drogas, Stone Temple Pilots dijo adiós. Aunque Pearl Jam seguían en el ruedo, el movimiento de Seattle había sucumbido y con él los cortes desalineados, la ropa rotosa y la ginebra.

–Paso por un kiosco y me compro la Rolling Stones. Y ahí me entero que los Pilots volvían. Me puse re contento, loco, y me masacré todo el día con Core. –Sebastián deja de hablar y mira el reloj. A las 8:30, una procesión heterogénea camina sonriente en dirección al Club Ciudad de Buenos Aires. Entre los tumultos que se forman de tanto en tanto se cuelan los abrazos y los golpes en la espalda. Las calles aledañas mantienen el tránsito normal; algunos autos entorpecen el paso de las hordas grunge que vienen marchando desde los ’90. Los amigos pagan la cuenta y se unen a los feligreses: en una hora más, Stone Temple Pilots estará sobre el escenario.

El Fíat negro clava los frenos frente a un McDonals. Los pibes un poco menos ácidos prenden otro porro. Germán con voz afónica mientras retiene el humo en sus pulmones dice:

–Te juro por Dios que no me esperaba que vinieran a Argentina. Pero un día, estaba escuchando la radio y pusieron una seguidilla de temas. –Para estacionar, le pasa el faso al copiloto. –Empecé a ponerme nervioso y después escuche el anuncio: me puse a llorar, loco, me puse a llorar.

El primero de Agosto, la grilla del Pepsi Music confirmaba que Stone Temple Pilots sería la estrella de una noche. En la primera semana se vendieron más de 10 mil entradas. Blogs, nicks, mails y cualquier espacio gratuito de expresión rezaba: “Por fin nos encontraremos querido amigo Scott” o “Después de tanta espera todos seremos cretinos”. Pero a los pocos días, la banda yanqui canceló su gira por Brasil y Chile: el sueño de todos los fans comenzaba a tambalear; la venta de entradas se suspendió y los rumores de cancelación del espectáculo le quitaron el sueño a muchos.

–Casi me muero, hija de puta, me arruinaste el día con la noticia. No pude ni comer. –Germán, un poco más verborrágico, le pone alarma al auto. Los cuatro caminan hacia el vallado metálico con mediasombras que cubre la entrada al Club.

“Con la entrada en la mano, chicos, por favor”, grita un gordo de negro con una credencial de seguridad que le cuelga del cuello. Una marea de repartidores de volantes estiran los brazos invitando a fiestas, recitales, o viajes al caribe; pero a los pibes no les importa nada más que pasar la última reja. Pueden con el primer control, con el segundo y en el tercero les cortan las entradas. “Disfruten el show”, dice él ultimo de los guardias.

–Hola, nosotros somos los Massacre, loco, la banda sorpresa. –Wallace lleva unas calzas de leopardos apretadas y panza al aire. –Son veinte mil, chabón. Un buen número para un recital. Las luces del escenario estallan junto a una guitarra, un bajo, un teclado y una batería. “Es la octava maravilla”, canta la voz chillona de Wallace. Muy cerca, un pogo prolijo empieza a sacudirse. El resto del público se limita a mirar, están esperando que alguien les toque Down.

Stone Temple Pilots no pudo cancelar Argentina, tenía una deuda de años.



La cita



Un celular informa que Chile anotó un gol contra Argentina: “¿qué importa? traigan a los colombianos para que nos metan cinco nuevamente, no importa, está por empezar Stone Temple Pilots”, dice David que acaba de entrar al predio con una sonrisa tan estúpida que el mismo no termina de entender.

Y empiezan a volar los silbidos, las botellas y los gritos. La gente se amontona, se apretuja, se empuja. Otros se agarran de las manos y se abrazan. Avanzan contra la valla que los separa por pocos metros del escenario. Detrás de una cortina de humo, aparecen los músicos de a uno. Dean DeLeo arremete con un acorde que todos conocen perfectamente. El coreo empieza: ohh, ohhh, ohhh con una afinación sospechosa. Scott Weiland asoma envuelto en un traje gris con chaleco, camisa manga corta y corbata. Bajo un griterío de devoción y alegría, suelta las primeras frases de Big Empty: todos se callan, a nadie se le escapa una palabra. Después llega el turno de Wicked Garden, Big Bang Baby y Vasoline, con pequeños intervalos de agradecimientos, mitad en castellano, mitad en ingles, por parte de la banda. Y el rock explota en la sangre del público que intenta poguear, pero el espacio no alcanza ni para saltar: todos se mueven como una gran marea humana traspirada. Mientras, Weiland corretea por el escenario entre luces y flashes con un megáfono en la boca.

Los temas aparecen unos tras otros como un flash back, mientras, las caras de los seguidores rejuvenecen, se desfiguran y transforman. Cada cual muta en su pasado, en lo que vivió escuchando a ese puñado de músicos drogadictos y vanidosos que aún se mantienen en piel. Los sonidos sucios se funden en canciones explosivas y los pibes y pibas, algo crecidos, quiere treparse por los cuerpos del que tienen al lado. Entonces aparecen las zapadas y la voz hipnótica de Weiland les canta una canción de cuna, un poco violenta, un poco desgarradora, y los devuelve a su lugar.

Bajo una nube de humo y gritos, los músicos detienen la marcha; Scott envuelto en sudor anuncia que Creep y Plush son las canciones que siguen. La noticia ahorca las gargantas y los estómagos de la gente que se estremece nostálgica y sorprendida. Empieza a sonar Cretino, como una confesión, un secreto, en los oídos de todos. Mientras Weiland se sienta en un escalón a decir que es una rata, el público corea cada palabra con un ingles fonéticamente vergonzoso. Los Pilots escuchan y se quedan boquiabiertos hasta que el tema acaba. Se toman dos minutos, ni uno más, para registrar las caras desencajadas de quienes los esperaron durante quince años. Vuelven a empezar y con ellos la voz de Cecilia que quiere cantar más alto que las de Federico y José. Pero todos entonan muy fuerte; Weiland les extiende el micrófono desde el extremo frontal del escenario. Camina de un lado a otro con su cabeza rubia engominada escuchando el canto de sus fieles.

“Thank you”, les expresa Scott a todos; La misma frase eligieron para titular su disco de despedida cinco años atrás, pero esta vez no se van a ningún lado. “Una canción de amor: Interstate Love Song”, anuncia el ex convicto. “Esa es mi canción”, les dice Germán a los chicos, pero la frase se repite una y 20 mil veces, cien metros para atrás. “Esperando en una tarde de domingo por lo que leo entre tus líneas, tus mentiras”, empieza Weiland un bloque de canciones que todos acompañan, y desaparece detrás de la escenografía.

Las pantallas gigantes detrás del escenario quedan en blanco unos minutos, hasta que Dean DeLeo, Robert DeLeo y Eric Kretz vuelven al combate. Entonces, como salido de una película de vaqueros dirigida por Leonardo Fabio, aparece Scott Weiland con un poncho pampeano, un sombrero cowboy y una palestina al cuello. Se acerca el fin, todos lo presienten: la lucha encarnizada y fraternal por llegar más cerca de la leyenda grunge se potencia. Trippin’ on a hole in a paper heart es el último regalo de la banda que, en medio de un diluvio de aplausos y ovaciones, se despide como si acabara de dar una obra de teatro.


Thank you


Mientras la multitud sedada todavía por el show afloja los hombros, Silvina, Magoo y Sebastián van hasta la salida sin mirarse. Un cocacolero de Pepsi y la sed los obligan a detenerse; recién entonces se abrazan muy fuerte

.–Esto que acabamos de ver, no lo vamos a ver nunca más en la vida, loco. –Sebastián echar un vistazo en dirección al escenario vacío; el predio quedó repleto de vasos de plástico, colillas y tucas. El celular de Silvina suena; Diego desde el sur pregunta: “¿Cómo estuvo el recital, imbeciles?”. Los tres ríen nerviosos y vuelve a abrazarse. Por al lado, pasa Germán en brazo de sus amigos: demasiado de todo como para salir en pié. Un poco más atrás, David camina con la trompa extendida de oreja a oreja.

–Nosotros hemos vivido miles de cosas y muchas de ellas con STP de fondo. Por eso mismo, de maricones que somos, quisimos estar ahí sabiendo que esa banda era y es uno de los tantos espejos en los que nos reflejamos desnudos. –La sonrisa de David sigue intacta, así estará hasta mañana, o hasta que vuelva a ponerse su traje de oficina.

El templo donde revivió el grunge queda despoblado. Mientras para 20 mil tipos el mundo se detuvo por una hora y media, Buenos Aires siguió respirando frente a un televisor, una mesa servida o una pelota de fútbol. “¡El grunge no murió, papá!”, le grita Sebastián en la cara a una chica hippie que toca la pandereta para juntar unos pesos para la birra. Prende un cigarrillo y sigue caminando con los amigos hasta el Mercedes que los espera unas cuadras más allá.

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